Soy un huérfano de cincuenta y cuatro años.
Todos los días me enfrento,
con las lágrimas insurrectas y los puños contenidos,
a la ausencia materna.
Cada día le dedico un estremecimiento,
un llanto reprimido,
un instante de mi recuerdo,
y la muda oración que es un largo pensamiento.
Cada día maldigo y blasfemo,
me enemisto con el responsable de las muertes,
le ofrendo mi enemistad,
y reto a muerte a la muerte
para vengar el robo tan doliente
de mi no bien querida madre.
Cada día sucumbo a la nostalgia
y me arrepiento cada día de lo mal que lo hice:
no amé a mi madre mientras estuvo viva.
No la quise bastante, y sufro.
No le di nada a cambio de la vida que me dio,
nada por sus desvelos y sus cuidados;
no le devolví ni una sola de las caricias,
no la besé infinitamente,
ni la acogí en mis abrazos.
Las protestas en mi interior son un eco multiplicado,
y cada día amanezco en un infierno.
Unas cosas no las hice
y las otras las hice mal.
Así que sólo me queda seguir
en este arrepentimiento incrustado
que me roba el aire, a veces,
y la vida, más veces.
Sólo puedo llorar un manantial de veneno,
quejarme con aire de lunático,
ondear mi corazón herido,
y volver al llanto de huérfano sin remedio,
mi estado más habitual.
Me falta mi madre
y me falta la vida.
Francisco de Sales