Una hilera de árboles se empeña
en mantenerme a la sombra a lo largo del paseo.
Quizás deseara más un baño de sol abrasador,
sudar, protestar, asarme,
pero me falta el coraje de dar diez pasos a la derecha
y echarme al descampado.
Estoy en manos de una cobardía antisublevatoria,
dictadora febril, institutriz alemana,
que me amarra a su falda castradora
y no me deja extender mis alas entumecidas.
Poca cosa soy si no soy capaz de salir corriendo de mí,
más rápido que yo,
más lejos que yo,
donde no me lleguen mis estrictas órdenes
y el desacato sea mi ley y mi religión;
donde insubordinar sea mi verbo favorito,
independizar el más usado,
y amotinarme y derrocarme
lo más ansiado.
Pero ni siquiera soy capaz
de abandonar la sombra de los árboles.
Mi madre me repetía que no me pusiera al sol.
Un abuelo suyo murió de una insolación
y temía que hubiéramos heredado
un gen de lagarto que nos llevara al suicidio.
¿Será por eso que no me expongo al sol de la vida?
¿El miedo es mi ancla?
También me gustaría
atreverme con cosas aún más osadas:
pensar, sin todas sus consecuencias,
bañarme en la playa un día sin olas,
faltar un día al trabajo sin motivo,
comprar un bizcocho en la pastelería…
Pero no reúno el valor suficiente.
Eso es más bien para guerreros heroicos
que desconocen el miedo de la excesiva prudencia.
El apocado, me llamaba en el colegio.
El lánguido, decían las chicas.
El trágico, diría yo.
No es agradable verme a diario en el espejo,
dormir conmigo y seguir conmigo al despertar,
y asistir a la flaccidez de mi rebeldía
que se queda en la teoría silenciosa y no pasa de ahí.
Abandonar la hilera,
liberarme,
huir al sol,
el descampado,
el calor,
quitarme la chaqueta y lanzarla al aire,
romper las cadenas draconianas,
infringir las leyes y las normas,
encaramarme a otro destino…
Salir al sol…
Francisco de Sales