Dije “te amé”
y, por primera vez,
ni una sola lágrima me acompañó.
Lo repetí,
con palabras y nostalgias,
y tampoco aparecieron.
Apreté los ojos,
como exprimiéndolos
para que fueran llanto.
Tampoco.
Sonreí.
Levemente.
¿Con miedo?
No.
¡Con inexperiencia!
Pronuncié tu nombre y no se me atragantó.
Te recordé y no me alteré.
“Adiós”, te dije.
Y suspiré en paz.
“Adiós”.
El olvido es tu nuevo hogar.