Entraba en tu bar sólo por verte.
Te pedía un botellín de agua sin tener sed,
te miraba sin que me vieras,
te soñaba sin tu permiso.
Recorría tu espalda con la mirada,
adivinaba tus pechos bajo el delantal,
besaba tu cuello sin que te dieses cuenta,
te decía “te quiero” sin voz.
Deseaba sólo una palabra tuya,
una mirada que atravesara mi corazón,
un leve parpadeo de tus pestañas,
una mirada que fuese un sol.
Es cierto que aún no había cumplido los catorce
y tú tenías casi treinta y tres,
pero el amor no entiende de obstáculos
y uno no siempre escoge a quién amar.
He regresado tres décadas después.
Sigues detrás del mostrador,
te mueves con la misma gracia y soltura;
parece que sigues en el ayer.
No has reconocido a aquel chaval
que te pedía agua sin tener sed.
Te he mirado alelado otra vez.
Me has regalado una sonrisa.
Todos tus recuerdos
-que tanto he usado-
se han alegrado de verte.
Lo mismo que yo.