Allí estaba,
en el parque,
con su silla plegable
que trajinaba cada día;
delante de ella,
un cubo de plástico
lleno de flores de plástico
-usadas, estropeadas o viejas-
que ella no vendía
y que nadie compraba.
Así, día tras día,
desde que la cordura,
desesperada,
decidió abandonarla.
Sentarse, esperar, silencio.
La mirada en otro mundo,
la mente desocupada,
su reloj interno a lo suyo.
El día cede su puesto a la noche
y ella recoge su cubo
-florido, pero triste-,
dice a nadie “hasta mañana”
y se va.