Cogió su mano derecha
con la misma dulce ternura
con que lo había hecho
durante los últimos cincuenta años.
La miró, y en aquella mirada
-más cansada que vieja-
encontró el amor borboteando,
como recién estrenado,
vivo, casi humeante;
parpadeó levemente los ojos
para comprobar
que no estaba en un sueño
y los abrió del todo para verificar, feliz,
que ella estaba en su vida.
Sólo tuvo que girar la cabeza,
mirar al frente,
descansar ahora su mirada en el mar,
suspirar,
dar gracias a Dios,
y apretar suavemente la mano
que no había soltado.