Fue sólo un instante.
El mínimo que un espejo requiere
para observar a una persona
y devolverle una fotografía viva.
Con eso bastó para que ella,
a punto de abandonar,
irrevocablemente,
los cuarenta y nueve,
emitiera un juicio despiadado
(¡Ay, Dios, esa no soy yo¡)
y prorrumpiera en un llanto débil
pero inconsolable.
Poco después,
cargada de valor,
y de comprensión y de amor,
volvió a mirarse en el espejo,
le agradeció que no le mintiera,
y se aceptó.
Cincuenta años mañana, dijo.
Y se alegró.
Francisco de Sales