A veces,
una soledad que no es de este mundo,
una tristeza asesina disfrazada de soledad,
un dolor sádico y experto en lo suyo,
se convierten en espejo donde me veo…
y me duele.
Siempre estoy solo en ese espejo
y muchas veces desearía
una persona a mi lado.
A veces,
mi alma
–que es muy humana-
necesita un cuerpo
en el que sembrar sus caricias,
por el que pasear sus dedos,
y donde reconfortarse;
necesita sentir otro calor,
otro aroma a vida,
una compañía impagable,
consuelo, aunque sea en silencio,
y un latido que replique el suyo.
Esos son los momentos peores.
Es cuando se muestra lo escondido,
cuando se ratifica lo reprimido,
cuando la rabia no se calla la boca
y grita, protesta, maldice,
se lamenta al Dios de la Injusticia,
berrea, insulta, brama,
llora las mismas lágrimas mil veces usadas
que mantienen intacta su quemazón,
y pide por millonésima vez
unos labios que besar,
una mano que coger,
un cuerpo que acoger.
A veces,
la vida se vuelve incomprensible,
el desamor lo gobierna todo,
y la tristeza tiene razones para decir
que la soledad es una mala compañía.