Siempre me dueles

Mucho más tarde, cuando ya no se lo esperaba,

se fueron amainando las punzadas

y el corazón lo agradeció;

el llanto se había acallado

pero aún latían tristes los lagrimales;

la voz no le volvía

y no pudo decir “me quiero morir”.

Cada vez que ella irrumpía

en la crueldad de sus recuerdos

lo hacía sin avisar,

asolando cuanto encontraba,

matando su poca tranquilidad

y avivando los rescoldos de su dolor.

Maldijo, pero sin firmeza,

y pareció más un lamento infantil,

una queja aburrida o una ñoñería sin destino.

Lo que callaba, ardía.

Le habitaban los demonios

haciendo de las suyas.

Encontró unas lágrimas sin usar y las lloró.

“Estas van a ser la últimas”, se prometió.

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