Entonces amanecíamos a cualquier hora.
No eran necesarios los relojes.
Las noches podían tener mil horas
y no dependíamos del sol
para amarnos
ni de la cordura
para amarnos
ni de parabienes eclesiásticos
para amarnos.
Nos conformábamos con estar
cerca o juntos o al lado o solos
para amarnos
y que latieran los simbólicos corazones
de amar
para amarnos.
Aquel fue el tiempo de la magia,
de las palabras de colores,
de los sueños con final feliz,
de las manos que siempre se buscaban,
y de nuestros cuerpos que siempre se encontraban
para amarnos.