Estuvo toda la mañana triste.
Por la tarde, al estar frente a ella,
repitió el mismo silencio de siempre.
Su mirada caída al suelo
no se levantó a tiempo
para mirar la de ella.
El ánimo siguió desanimado,
la risa persistió en su ausencia,
y la alegría no se presentó
al nulo requerimiento.
Entonces apareció la noche,
como un salvavidas inútil,
y él se escondió en esa excusa
para huir del encuentro.
Alargó la agonía innecesariamente,
aplazó el enfrentamiento clarificador,
se fugó para siempre,
y no llegó a pronunciar
las palabras que le repetía su corazón:
“ya no te quiero, Teresa”
Francisco de Sales