Se atrevió,
por fin,
a enfrentarse
a su dolor más antiguo,
a su vacío más inquietante,
a la noche más funesta;
entró a quemarropa
en sus recuerdos más recónditos,
los que siempre calló,
los más lacerantes,
y se atrevió,
por fin,
a compadecerse
-por costumbre-
y a perdonarse
-por amor-.
Entonces ella era otra persona
a pesar de compartir con la otra
nombre y apellidos.
Era ingenua,
miedosa,
débil o frágil.
Era otra.
Habló sin palabras
-no eran necesarias-,
habló con caricias,
-sonriendo-,
y abriendo unos brazos ansiosos
por convertirse en abrazos.
Desempolvó el verbo amar para amarse.
Y se encontró
con su Yo Humana
-asustada y pequeña-,
huérfana de sí misma,
y la meció con cariño,
besó sus lágrimas,
acarició sus mejillas
y le puso el cabello bien.
Aquella niña que ella alguna vez fue,
y que en algún lugar seguía siéndolo,
y por primera vez,
sonrió.