Mi almohada sabe de llantos,
mi colchón de mi dar vueltas y vueltas,
mi habitación de suspiros,
mi vida de desamor.
Los hombres han sido mi sufrimiento,
cada uno de los que pasaron por mi vida
rompieron un trozo de mi corazón.
No escarmenté.
Seguí mendigando sus migajas de amor,
que no era amor sino desaprecio.
Me engañé en todo:
puse agua y flores en lo que era un desierto.
Negué la verdad: no me gustaba.
Las mentiras son más dulces
y las verdades, muchas veces, dañan.
Amé a un inmerecido destinatario
y luego a otro y más adelante a otro más.
Siempre eran sinvergüenzas camuflados
bajo una piel de amantes perfectos.
Me rompieron mil veces
y las mil veces les perdoné.
Ahora me arrepiento de haberlo hecho,
pero no me perdono ni les perdono.
Sólo me tengo a mí.
Nada más… pero nada menos.
Sólo me tengo a mí
y creo que aún soy mi aliada.
Me muevo en un caos sentimental
y digo que amo a quien sé que no debo amar.
Busco mi amor propio en otros corazones
y sé que no es ahí donde está.
Nuevo error.
Y grande.
Amarme ha de ser mi principal ocupación.
Amar a esta mujer perdida
en el laberinto loco de sus sentimientos.
Amar a la niña que habita en esta mujer.
Amar mis errores y mi pasado entero.
No dar margaritas a los cerdos
ni mi amor a quien no lo merezca,
llámese marido, padre o hijo.
Amar, sí, pero no a cualquiera,
sólo a quien me enseñe el interior de su corazón,
a quien sea un eco
que me devuelva lo mismo que entrego.
Que amar sea un verbo infinito.
Que amarme sea mi destino.
Que ame sólo a los que saben amar.