Me rompe la música de tu llanto

Oigo tu protesta de lloros compungidos

        y me siento atraído y atrapado por tu pena.

        Despiertas mi instinto protector,

        la madre que me habita casi ignorada,

        el padre que mata dragones y desconsuelos,

        y me consagro a la labor de rescatarte.

        Primero,

        te miro y te acojo con mi mirada,

        te abro un mundo de comprensión y refugio

        para que entierres tu sollozo,

        los fragmentos del espíritu roto,

        la desazón y el desamparo,

        y todo cuanto de niña desatendida te quede.

        Luego,

        hurgando en tus sentimientos,

        busco las cosquillas que tiene la desesperanza,

        para que renazcan las sonrisas aletargadas,

        rían las risas amordazadas,

        y viva la vida muerta.

        Después,

        sanadas las heridas del alma,

        te devuelvo a tu lugar en el mundo,

        a tus próximas batallas y sus heridas,

        al universo que no termina en ti,

        a lo cotidiano,

        que ahora tiene un aspecto más relajado

        sin tormentas acechantes,

        sin violines lastimeros,

        sin futuro de plomo

        ni la muerte trás cada respiración.

        Te toca seguir estando en esta existencia,

        en esta confusión tan desconocida,

        en este caos laberíntico insurrecto,

        para continuar acumulando todos los instantes,

        percibiendo los presentes hasta comprenderlos,

        y no permitiendo que se conviertan en pasados a olvidar

        sino transmutándolos en experiencia y sabiduría.

        Por fin,

        restablecidas las penas plañideras,

        los hipidos y las lágrimas remansadas,

        recompuesta tu figura con remiendos,

        instalada ya en tu arquetipo de Don Quijote,

        has de soltarte a tu historia y vivirla tú sola,

        llenando tu biografía de cosas casi comunes

        que aspiran con derecho a convertirse en épicas.

        Cuando necesites unos brazos que te acunen

        y un nido que te acoja en tu peregrinar,

        o un silencio cálido y comprensivo,

que no juzgue,

        ven a mí

        que soy el restaurador de ánimos rotos.

Francisco de Sales

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