Dijo que se acababa el mundo
-su mundo-,
que no le importaba morir,
que ya había hecho el testamento,
que los apegos la habían respetado
y no se quedaron con ella;
insistió en hablar de su muerte
-“un trámite sin más”-,
en el Cielo que la esperaba
-siempre descartó el infierno-,
en los paisajes que vio,
en sus largos viajes,
los amaneceres de cuento,
el encanto de los reencuentros,
la maldición de la nostalgia,
la acidez de las lágrimas,
la magia que hay en las sonrisas,
la luz que algunas personas emiten,
la presencia continua de su abuela a su lado
y el dolor que se incrusta en el alma.
“Valió la pena”, dijo.
Y se durmió para siempre.