Su vida empieza por la noche
cuando se acuesta, cierra los ojos,
abre su corazón al amado imaginario,
su cuerpo y su boca al amante etéreo
y su vida al amor de fantasía.
Lo cotidiano no le alimenta.
La rutina es comida amarga
y la realidad un dardo envenenado.
El día no le aporta alegrías
pero la noche le colma casi del todo.
Cierra los ojos, estirada y desnuda en la cama,
y es poseída por la imaginación
-que derrocha en ella su más ardiente delirio-
y los sueños se van cumpliendo, imaginariamente,
antes de que le venza el sueño.
El hombre con el que se casó
no le dio nada de lo prometido;
asoló diariamente sus ilusiones,
fue tacaño en amor
y escaso y mezquino en los besos.
Sin abrazos que la acogieran,
ni caricias para estremecerla,
sólo le quedó el consuelo
de crear un mundo en otro mundo
donde el amor es generoso con ella
y el hombre soñado
lo daba lo mismo que ella le daba a él.
Nunca existió otra pasión como aquella,
ni besos más excitados,
ni caricias más fogosas,
ni abrazos tan acogedores.
Era ella
-ella sola en realidad-
quien ponía las palabras en boca de él,
quien guiaba la mano de él
para que siempre supiera dónde tenía que ir,
quien ponía su amor en el amor de él.
Por eso no quería abrir los ojos,
porque era poner un fin indeseado,
porque se deshacía su fantasía,
y cambiaba en mal trueque
el mejor de los mundos
por otro gris y espinoso.
Mal negocio.