El día,
infiel a su tradición de ser imparable,
se quedó quieto en un balcón
con vistas a tres mares
de esos colores indecisos
que lo mismo son azules que verdes.
Ese espectáculo
-que nunca se había parado a contemplar-
le asombró del mismo modo
que el canto bien templado
de una chicharra de verano,
como también y por supuesto
la voz distraída pero acertada
de la señora que canturreaba y vendía flores,
del mismo modo que aquella pareja
que se exploraban con pudor
a la sombra del árbol,
igual que le sorprendió,
con tristeza,
cuánto se perdía de ese mundo
que recorría a diario.