LA CALLE ES MI CASA
Invariablemente,
todos los días desayuna
un brick de vino blanco
-tan blanco como algún rayo de luz
que aún pudiera quedar en su alma-
o de vino negro
-que es el color de su presente-.
No le importa que miren
cómo se arroja al vacío
de una mente cansada
en la que triunfa el olvido.
Olvidar es mejor que vivir.
Es mejor una borrachera que la realidad.
A fin de cuentas,
la dignidad y la esperanza se fugaron juntas
para nunca regresar.
La añoranza se presenta, a veces,
y reclama la presencia
-y la repetición si fuese posible-
de los pocos momentos felices
que consiguió ahorrar en su vida.
Sólo tiene pasado.
El presente está difuminado
y huele a suciedad y a vino.
No se ducha desde hace casi un mes.
Cuando la cordura se lo recuerda
la espanta rápidamente
porque sólo le trae reproches.
Vivir es un verbo que no usa.
Amar está descatalogado.
Llorar sólo de noche y a escondidas.
Reír está en paradero desconocido.
Confiar murió hace tiempo.
Morir es el más aclamado.
“La vida no es fácil
para quien quiere una vida fácil”,
pensó con el primer trago.
“No me gusta la vida”, dijo con el segundo.
“¿Dónde estás, madre”, añoró en el penúltimo.
“¿Por qué me he abandonado?”,
preguntó en voz alta.
Nadie contestó.
“La calle es mi casa”.
No lo pronunció, sólo lo pensó en voz baja,
tan baja que apenas él lo oyó,
pero era un desafío a los transeúntes.
“Os permito entrar en mi casa
y andar por ella”, dijo.
Era un pensamiento tambaleante,
como él.
Un pensamiento huérfano
y no uno de aquellos que antes manaban
a borbotones
de la portentosa mente
de la que alguna vez disfrutó.
“La vida”, dijo,
y cayó profundamente dormido
en el pozo de otra nueva borrachera.