Entonces

Mi habitación de entonces

estaba en un sótano que olía a humedad podrida.

A través de una alta ventana con barrotes,

muy estrecha y casi clandestina,

solo podía ver un desfile de tobillos,

fijarme en el largo de los pantalones,

escuchar el taconeo de los viandantes,

calculando su prisa por las zancadas,

o imaginar o adivinar cuántos años de peso

cargaban algunas personas

solo por sus pasos tambaleantes.

La otra opción era mirar un techo

con inabarcables lamparones,

los desconchones en la pared,

los muebles -pocos y destartalados-,

o el póster resplandeciente

de la voluptuosa Sofía Loren.

A veces, pocas, ponía la radio,

buscaba una emisora con música triste

y permitía que los pensamientos me absorbieran

llevándome a ningún lado y dejándome allí.

Así me quedaba dormido.

Luego me despertaba, de madrugada,

en cualquier hora imprecisa,

y buscaba la emisora

donde desgajaban sus tragedias

los que llamaban a ese programa

de corazones rotos y almas en pena.

Yo podría haber llamado y llenar un programa entero

desgranando mi infancia,

inundando todo de llantos

-presentes, futuros y atrasados-

por aquellas noches en que nos acostábamos sin cenar

y sin un beso y sin un “te quiero”,

aquel rugido de mis tripas

-“más cornadas da el hambre”, dijo el torero-,

aquel llanto de lágrimas infantiles

-en gotas vírgenes e inexpertas-,

aquel padre que nunca estaba

y cuando estaba era peor;

la ausencia de lo bueno,

la abundancia de penas,

las preguntas sin respuestas,

las respuestas sin preguntas,

el no saber qué hacer, ni cómo se ríe,

ni cuándo se acaba una cosa y comienza otra.

Fue una infancia llena de tragedias

de todos los tamaños y colores tristes,

vista desde los ojos sin referencias

de un recién llegado al mundo

que no daba explicaciones.

Las noches esperando que amaneciera

y los amaneceres que no traían soluciones

ni esperanzas, ni algo bueno.

Entonces estaba muy lejos de hoy.

Afortunadamente, he sobrevivido.

Y ya es bastante.

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