El olvido

EL OLVIDO

Ya te había olvidado.

Para cuando te has presentado de nuevo en mi vida, casi diez años después de que nos separásemos, ya te había olvidado. Podría añadir que del todo, pero no estoy segura de que eso fuera cierto. El olvido deja rastros y señales invisibles.

Tal vez te había olvidado mi corazón. Muchas veces. Casi siempre. Sí y no. No del todo. Esto último sí es más cierto.

Se habían restañado las heridas. Había dejado de manar de mi corazón ese sufrimiento ácido que tanto dolor me produjo y la incomprensión se había ido calmando en eso de hacer sus desquiciadoras preguntas sin respuesta de por qué te habías ido así, sin que algún gesto o una palabra fuera un preaviso, y por qué el día siguiente de haberme dicho nuevamente que me amabas –aunque tal vez no quise o no supe captar la leve desgana en tu tono- abandonaste nuestra relación -nuestra creación- y no volví a tener noticias de ti.

Es muy duro.

Es inhumano.

Una cae en una rueda infernal de preguntas que se repiten una y otra vez clamando y reclamando una respuesta, o aunque sea un consuelo, o la leve caricia de una explicación que acalle la tormenta de pensamientos, a cual más disparatado, a cual más trágico, y una se recrimina y se acusa de cosas de las que no tiene culpa.

Yo te seguía amando aquel día y te seguí amando los siguientes meses, aún a mi pesar, aunque el poco de cordura que me quedaba rechazara ese sentimiento que ya no tenía motivo ni razón, aunque los consejos bienintencionados de mis seres queridos insistieran en la conveniencia de borrarte de mi vida, poner un punto y adiós, olvidar lo inolvidable, negar el pasado y lo pasado, dejar de contradecir a la realidad, hacer caso al doctor que me visitaba tratando de ser consejero espiritual más que médico, pero me mantuve obcecada en encontrar excusas en vez de verdades, y aquellos meses fueron una tortura que se fue suavizando hasta ir desapareciendo poco a poco, muy poco a poco, demasiado poco a poco.

Llegó el momento en que tus recuerdos o tu ausencia sólo me visitaban una vez al día –y no mil como al principio- y luego se fueron espaciando aún más hasta que llegó el día en que nada tuyo habitaba en mi presente ni mi pasado, porque en mi pasado estaba yo sola y nadie más.

No fue fácil.

Duró más tiempo que los pocos minutos que se tarda en leer lo que he escrito y, además, con todo lo que pasó y hubo, las palabras no son capaces de expresar los sentimientos. Nunca. Intentan aproximarse, pero ellas no tienen sentimientos, no sangran, no se estremecen, no lloran. Sólo son definiciones muertas.

Desapareciste.

Gracias a Dios.

Y ahora te presentas de nuevo, cargando con tus arrepentimientos, y lo que haces en realidad es conseguir lo contrario de lo que te propones: me obligas a que saque de su letargo todo lo malo que fui almacenando contra ti, que reabra las heridas cerradas y sangre de nuevo, que te escupa mis dolorosos estremecimientos, que despierte y te azuce los reproches que te corresponden. Quieres que repita las noches en vela.

Te presentas con tus lágrimas infantiles, falsas, me sueltas una retahíla de frases construidas con retazos de otras que habrás leído por ahí, hablas de un arrepentimiento al que llamas sincero –y que yo no creo- y prometes volver a ser aquel que me encandiló, aquel que fue capaz de desmantelar los muros que resguardaban mi amor, quien despertó la parte más noble de mis sentimientos y los latidos más enamorados de mi corazón. No te creo. Ni quiero creerte. He conseguido ponerme a salvo de tu destrucción. He encontrado mi sitio y mi calma y no voy a consentir jamás, bajo ningún motivo, que entres en mi vida para asolar lo que con tanto esfuerzo he conseguido.

Ya puedes recoger tus miradas lastimeras, la retahíla de explicaciones, esas sonrisas tan falsas, el intento de besarme, todas tus mentiras, y volver por el mismo camino por el que has llegado.

Tu asalto ha resultado infructuoso. Estoy bien y quiero seguir estando bien. Ya me has roto una vez y no necesito repetir la experiencia. Adiós.

Deja una respuesta