Las mujeres de mi vida

Cuando vi por primera vez a Julia me produjo una miríada de pensamientos. En los cinco minutos siguientes hice un repaso exhaustivo a todo el catálogo de escalofríos.

Supe, sin dejar ningún resquicio a la duda, que aquella chica de cabello rojizo y ojos sorprendentemente azules, de brazos delgados y boca risueña, sería la mujer a la que acompañaría a lo largo de nuestra existencia, con la que compartiría todo lo que el destino nos tuviera reservado y con la que tendría tres hijas: Elisa, Elisabeth y Elisenda.

Los nombres los tenía decididos desde que era pequeño, pero a la madre no le había puesto rostro ni figura.

Sabía que algún día aparecería y sería tan evidente que era ella, que no necesitaría llevar un cartel luminoso indicándolo. Sabía que la reconocería entre un millón y que ese sería el comienzo del resto de mi vida.

Por eso rezaba, a veces desesperadamente, farfullando las palabras, para que se anticipara su aparición si era posible y si no trastocaba los planes del porvenir, porque eran tantos los proyectos en los que ocupaba plaza de Reina, y eran tantos los sueños que la necesitaban para realizarse, que a veces la impaciencia vencía a su antónimo, y yo me hacía trampas, ingenuamente, y pretendía encontrarla en la primera chica simpática que me regalara una sonrisa o en cualquiera de las que iba conociendo.

Tuve que esperar hasta el día de gloria en que la encontré o nos encontramos en la parada del autobús.

Ella no tenía reloj, pero sí prisa. Cuando me preguntó la hora y se la dije, me contó en una confidencia de amigos de toda la vida que si no llegaba puntual a la cita perdería una oportunidad que necesitaba desesperadamente.

Por aquel entonces ella había decidido que quería ser pianista y recorrer el mundo llenándolo de conciertos espléndidos que dejarían el aire habitado por los ecos de los aplausos. Hasta me describió cómo iba a ser el vestido del día de su primer concierto importante.

Dijo con naturalidad si hubiera sabido que te iba a encontrar te hubiera traído el diseño, es precioso, ya lo verás, y yo, asombrado, no me asombré por lo que estaba diciendo, ni pensé que estaba medio chiflada, porque en la imaginación había tenido tantas conversaciones con ella que era lógica la confianza, por eso atendía a la charla y al mismo tiempo me la imaginaba con las tres niñas, me imaginaba con ella en la cama manteniendo largas conversaciones que terminaban al amanecer, me imaginaba con ella paseando muchísimos años después, usando una mano para agarrar la suya y la otra para apoyarme en el bastón.

Quiero casarme contigo, le dije antes de que llegara el autobús, pero no le dio importancia y dijo “ya se verá”. Seguimos charlando cuando se puso en marcha, ella de piano, yo de amor, y antes de que se terminaran las paradas concertamos una cita para seguir hablando.

Yo cambiaré los pañales a las niñas, le grité cuando se bajó y ella opinó eso está muy bien.

Los días que estaban entre aquel milagroso y el que nos reuniría de nuevo tuvieron la mala voluntad de pasar más lentos que de costumbre. Mi pensamiento, tan fecundo y viajero otras veces, no encontró otro argumento para entretenerse que no fuera el de reiterar el nombre de Julia, ni fue capaz de ocuparse de otra idea distinta que la de recordar toda la conversación y recrear en el aire de la imaginación los ojos azulinos, el pelo de fuego, la voz serena, los labios provocadores…

Llegó el día.

La complicidad y la cercanía se instalaron en nosotros desde el mismo instante de su aparición. Yo había llegado unos minutos antes, sesenta, con la esperanza de que ella también llegara antes, pero no lo hizo hasta que unas campanas inexistentes sonaron, lentamente, doce veces.

De lejos vi aproximarse una luz preñada de luz, un Ángel pelirrojo, ni orondo ni desnudo, y una sonrisa pregonando el espíritu que habitaba, y sigue habitando, a Julia de mi vida.

Después tuvimos muchas citas y en cada una de ellas su aparición fue igual: radiante.

Hablamos hasta agotarnos, hasta que todo lo que estaba dentro retenido llegó al otro, que siempre esperaba las palabras como maná, y que siempre escuchaba con la atención intensa y el corazón receptivo.

Estábamos de acuerdo en lo primordial. Bueno, me costó convencerla de que quería tener tres hijas, ¿y si nace un niño? preguntó, no te preocupes, ahora hacen las operaciones de cambio de sexo desde recién nacidos. Todas las risas consolidaban nuestra relación.

Ella no quería dejar su carrera, ni yo hubiera osado pedírselo ya que hablaba de ella con la intensidad de quien pone la vida en algo; quería escuchar cerca de ella todos los aplausos que fuera consiguiendo, quería compartir las tardes agotadoras de ensayos, do re mi fa sol la si, mezcladas convenientemente, teclas negras o blancas, bemoles, corcheas, adagios, sonatas, los dedos borrachos de notas, las manos fatigadas que yo masajearía con cariño… quería asistir cotidianamente a su crecimiento, a la magia de los sueños que se cumplen.

Mi trabajo de oficial administrativo, ajustándonos mucho, podía mantenernos a los dos. Ya veríamos qué pasaría cuando fuéramos más. Así que iniciamos la vida en común cuatro meses después del encuentro en la parada del autobús.

Ella desembarcó en mi casa sus pocas cosas: el piano de pared, un cuadro incomprensible que la había llamado por su nombre en voz baja y la había obligado a comprarlo en Amsterdam, la foto amarillenta de la boda de sus abuelos, a los que no llegó a conocer, y la capacidad de dar amor de un modo imparable.

Compartimos la vida y las tareas necesarias para vivir.

Afortunadamente me habían obligado desde pequeño a valerme por mí mismo, y soy capaz de guisar un conejo con punto de albahaca o fregar como ejercicio de meditación en el que consigo convertirlo en un rito de iniciados.

En ese aspecto nunca hubo que marcar un calendario de esos que se usan para repartir las ingratitudes de la casa, esos que tienen los días pares en rojo y los impares en azul, hay más impares, canalla, tenía que haber escogido yo, y las risas, claro, las risas siempre porque esa era una de las razones de la convivencia, si no estuviera contigo mejor que sola no estaría aquí ahora mismo, mi canalla, decía, el amor es egoísta, no hagas caso de quien te diga que el amor es irracional y que uno se enamora sin querer, no hagas caso, algo dentro de nosotros, que nos gobierna sabiamente y selecciona con cuidado y cariño lo mejor, decide que se enamora del otro porque el otro es un  mini-dios, y yo, idealista, defendía una postura más espontánea en el amor, no, canalla de mi vida, que el amor es experto, y cuando nos equivocamos es porque nuestra cabeza interfiere en la decisión del amor y pretende imponer su voluntad sin escuchar la voz sabia.

Elisa nació un veinticinco de marzo, de madrugada, a las cuatro y doce, exactamente, por si le quieren hacer la carta natal, como dijo la enfermera, y nos trajo un pan de amor debajo del brazo.

Había insistido hasta la pesadez para que me dejaran acompañar a Julia en el parto. Estuve con ella compartiendo la dilatación, viendo su sonrisa de sufrimiento cuando apretaban los dolores, oyendo las quejas teñidas de humor, la próxima en un hipermercado, dijo, ¿hacerla en un hipermercado?, ¿Con tanta gente?, bromeé, comprarla, canalla de mis sufrimientos.

Cuando se la llevaron para la sala de partos me dieron un uniforme de ayudante sanitario, todo verde, y me vestí; no pude evitar la sonrisa al verme en un espejo.

Aguardé en la sala de espera con mi disfraz hasta que me llamaron a través del altavoz. Cuando entré, Julia era otra. Estaba transformada. El sentido del humor se había retirado momentáneamente.

Si se va a desmayar, desmáyese allí, dijo la doctora sin mirarme, apuntando con el dedo hacia uno de los rincones.

Si ahora digo que sentí los dolores no es una metáfora, ni siquiera una frase hecha: es la verdad. Si había sentido empatía con ella al disfrutar, al escuchar los movimientos en sus adentros, ahora también padecía la misma zozobra del cuerpo que se rompe irremediablemente, y sentía los latidos dolorosos, la quemazón en el alma, los riñones martirizados, y el caos que no puede atender a tantas cosas a la vez.

Agarré su mano y aquello pareció un pulso, un combate, porque se aferraba con desesperación, y mientras más me estrujaba la mano más apretaba yo, para transmitirle mi fuerza, ya que no podía hacer otra cosa que no fuera repetir te quiero como se repiten las respiraciones.

Cumplí mi ofrecimiento de cambiar los pañales, que resultó más desagradable y más placentero de lo que sospechaba, y tuve el placer irrenunciable de darle biberones, la maravilla de atender atónito a sus movimientos insospechados, el cielo de verla cada día un milímetro más grande, un poco más asentada, un mucho más viva, sus ininteligibles runrunes, la inauguración de las miradas que parecían atentas, el milagro de sus primeras sonrisas, los bostezos descomunales, el prodigio siempre nuevo de gatear, sus primeros pasos como un ir y venir de borracho…

El crecimiento desde la nada.

La vida en vivo.

El cachorro dichoso cuya única preocupación consiste en cubrir sus necesidades básicas de disfrutar, ser feliz y ser querido.

Vivir.

Verla vivir era lo más grande, lo más impagable, lo más divino.

Tres años después, un doce de abril, a las nueve y veinte, exactamente, por si le quieren hacer la carta natal, nació Ana Elisabeth.

Cedí en el nombre, gustosamente, porque Julia también había hecho sus planes y en ellos aparecía Ana, que fue y sigue siendo la fábrica de felicidad, la niña más cariñosa del mundo, la que todos deseamos tener para que nos produzca la baba de papá embobado.

Julia compagina sus tareas de madre y sus conciertos esporádicos, a los que no quiere renunciar; también da clases particulares para jóvenes promesas.

Seguimos manteniendo las charlas largas en las que ahora participan, con voz y voto, Elisa y Ana Elisabeth.

La vida está siendo generosa con nosotros, nosotras, digo a veces por eso de estar rodeado de mujeres y mujercitas, y creo que parte de nuestra felicidad radica en que nuestro plan de vida no es complicado: lo elemental es grandioso, lo cotidiano es especial, cualquier tarea tiene su gracia, y si no, se le busca, y nuestro lema no es de mosqueteros: todo para todos.

Estamos esperando la llegada, muy en breve, de Elisenda, como ya nos ha confirmado la ecografía.

Sus hermanas hacen planes para la llegada. Están recortando trocitos de papel, confituras, dice Ana, confeti, le corrige Elisa, y han hecho una pancarta con un trozo de sábana: BIENBENIDA ELISENDA.

Ya les he dicho que si más adelante vienen más hermanitos, hermanitas, corrigen ambas, vale, que si vienen más hermanitas cambien la segunda “b” por una “v”, por esta vez se va a dejar así, no podemos quedarnos sin sábanas, vale, pero no sabe leer, porque es muy pequeña y no se va a dar cuenta, me hace ver Elisa. Me río y me callo.

Me ha emocionado, y me ha producido una de esas lágrimas canallas, como las llama Julia, escucharle decir a la pequeña yo le cambiaré los pañales. Supongo que se lo ha enseñado uno de mis genes.

Estamos preparados para recibirla.

Hay una fiesta en el aire.

Esto quiere decir que habrá más felicidad, más para compartir, más trabajo, dice Julia, sí, más trabajo, pero no importa: algo hay que hacer en la vida y ese trabajo añadido se va a ver muy compensado con el placer de poder repetir todo el ciclo desde esa ratita que nacerá hasta la mujer que acabará siendo.

¿Qué estás haciendo, papá? me pregunta Ana. Estoy escribiendo unas reflexiones y unos recuerdos que se me han amontonado en la cabeza al pensar en la llegada de Elisenda.

¿Por qué? Pues no sé por qué, o sí sé por qué, será que los humanos somos así, o será que yo soy así, para qué echarle la culpa a los demás. Soy padre. Algún día serás madre, Ana, y entonces comprenderás y sentirás un montón de cosas sobre las que no se puede teorizar, sobre las que se han escrito tratados analíticos bastante ciertos y poesías emocionadas, pero nadie te puede prestar sus sentimientos para sentir lo que sólo uno o una puede sentir, así que tendrás que esperar hasta que te llegue el momento.

¿Cómo va a ser Elisenda?  Pues no lo sé… Tampoco sabíamos cómo ibas a ser tú, pero te esperamos con toda la ilusión y no nos has decepcionado, ya ves… Elisenda será como sólo ella puede ser, y nosotros, nosotras, haremos todo lo necesario para ayudarla en su tarea de ser ella misma. Trataremos de educarla del mejor modo posible y colaboraremos para que se convierta en una mujer humana, algún día entenderás este matiz, y para que sea libre; sobre todo, que sea libre.

Y te voy a decir otra cosa, pequeña, aunque ahora no lo entiendas. Aunque ahora se te queden las ideas bailando por la cabeza no te preocupes, se quedarán agazapadas en algún rincón, y en algún momento de tu vida eclosionarán y saldrán a iluminar tu comprensión, vaya parrafada de preámbulo, no olvides esto que te diré ahora, la humanidad entera tiene que cambiar, estamos en un momento grandioso de cambio, pero el cambio del conjunto de la humanidad es la suma de los cambios individuales, así que tenemos que colaborar cambiando cada uno de nosotros, aunque cambiar no significa ser otro sino ser uno mismo, primero cada persona, después cada familia: así llegaremos al cambio total.

Tu madre y yo hemos puesto mucho cuidado y mucha atención en demostraros con el ejemplo que todos somos seres humanos, no hombres y mujeres en una división innecesaria, sino seres, sin clases ni distinciones ni separaciones, así que no pienses que esto es una arenga, sino que es el legado más importante que te puedo transmitir: no te dejes cegar por lo que se hizo antes si tú no crees en ello, ten la valentía y la honestidad personal de romper todo aquello que consideres innecesario; sé tú misma al precio que sea, y no dejes que nunca, nadie, se autoproclame superior a ti, no aceptes propuestas ni imposiciones ni leyes injustas; cuídate siempre, porque tú eres un ser especial para el resto del mundo y para ti misma; comparte lo que tu corazón quiera compartir; escribe tus propias filosofías y tu propias leyes y tu propia religión…

Podría seguir sugiriéndote cosas, pero prefiero transmitirte la fe en que debes actuar por ti misma, en que tienes que ser tú misma, sin miedo, con amor… ¿Comprendes lo que te quiero decir?

Algunas cosas sí y otras no. No te preocupes, no le des mucha importancia ahora, ya verás cómo serás una persona íntegra y verás qué gran placer es mirarte al alma y estar en paz.

Se ha marchado a seguir jugando.

Es dura esta tarea, pienso, y de una responsabilidad que debería intimidarnos. Con lo mal preparados que estamos para ser padres…

Aún el mundo no se ha metido con ella y la vida la mantiene en su burbuja infantil, pero algún día empezará a escribir otra parte de su biografía y deseo que haga bonita letra y renglones derechos.

A veces pienso que me gustaría tener un hijo, y no sé por qué. Cambio Elisenda por Elisendo, gritó Julia cuando se lo conté, y llenó la casa de carcajadas y el mundo de alegría.

Mi relación con mis hijas es excelente.

Sé que las estoy educando en el amor a la igualdad, pero también me gustaría colaborar en la preparación de la próxima generación de varones, que deberá ser distinta.

Me considero afortunado de asistir a este momento de la historia tan especial en el que se están rompiendo algunas tradiciones y se está iniciando, después de una larga época de oscurantismo y secano sentimental, la relación entre humanos, sean hijas, hermanos o esposas.

Guardaré estos folios.

Algún día los desempolvaré para seguir anotando cosas, que espero sean agradables y sean capaces de superar mis actuales expectativas.

Deja una respuesta