Desencanto.
Si hubiera tenido que explicar con una sola palabra el resumen de mi vida hasta hoy, esta sería la palabra perfecta: desencanto.
Desilusión, también serviría.
Pero no: mejor desencanto.
Desde pequeño me habían prometido que me iban a suceder tantas cosas en la vida, y las imaginaba tan especiales, que a medida que fueron apareciendo los días y los años, se convirtieron en desengaños, en desencantos, y en desilusiones.
No voy a negar que también hubo momentos buenos, fueron bastantes, pero tan desatendidos, que no se pueden tener en cuenta.
La infancia, que en su momento parecía eterna, fue tan breve que ahora podría resumirla en una palabra o en un segundo.
La juventud también fue muriendo a manos del tiempo; la mili, ahora en la distancia, igualmente fue efímera; el noviazgo, tan minúsculo que abulta menos que la duda que ahora duda: ¿existió?
Los veintitantos fueron presa del pasado; los treinta, lo mismo de pocos y raudos; los cuarenta habían empezado a paso lento, siendo degustados, pero también se acumulaban y se iban comprimiendo en esencia de segundos.
Así que no es de extrañar que no sepa qué hacer con este presente, teniendo en cuenta que la experiencia anterior me confirma que, haga lo que haga con los instantes, con la vida, a largo plazo no me va a servir de nada.
El pasado me ha robado la mayoría de los recuerdos, dejándome solamente con unos apuntes muy concretos de momentos que, por lo que fuera, he consagrado como especiales.
Sé que en algún rincón del archivo de lo acaecido debe haber cosas insignificantes: la primera vez que me comí un plátano, la tercera vez que fui al cine, la forma de las manos de Mari Nieves, el color de los ojos de la camarera que me sirvió una cena en un restaurante de Sevilla, no sé cuál canción de no sé cuál verano, aquella vez que besé en la mejilla a una desconocida que era amiga de alguien que me la presentó, alguna de las veces que he cruzado un semáforo, o el olor del río que nadé con todos mis amigos en la infancia.
Y no queda nada.
Rebusco, indago, interrogo con torturas, suplico con ojos enllantados… pero no me sirve para conseguir traer, de la memoria que reinventa algo parecido al pasado, la creencia en algo cierto, en algo que alguna vez fue vivo y presente.
¿Dónde está la basura en la que los recuerdos depositan los recuerdos insignificantes?
¿Dónde el cementerio en el que se entierran los repudios del pasado?
¿Dónde la presencia inmaculada de lo vivido?
Sólo tengo este ahora.
¿Acaso hay algo más que este ahora?
La duda no sólo no me conforta, sino que añade a mi frustración el doloroso pesar de darme cuenta de que este último ahora tampoco existe ya, y que la posibilidad de parar el reloj del tiempo hasta estar preparado para vivir es absolutamente imposible.
Y me doy cuenta, como si fuera un filósofo iluminado, que en realidad no se me está pasando el tiempo: se me está pasando la vida.
Darme cuenta de la inevitabilidad del pasar de la vida y de la irrecuperabilidad del tiempo transcurrido, sintiéndolo en el alma y comprendiéndolo de una forma rotunda, y darme cuenta del mal consumo inconsciente de las preciosas horas de vida que tengo a mi disposición, me duele más todavía, si es que eso es posible, y no puedo evitar pasar por una temporada larga de una pseudodepresión de la que no saldré realmente hasta que sepa encontrar el sentido de mi vida.
¿O esto es lo que creo ahora desde esta situación de horizontes tan negros?
No creo en algo que sea otra cosa que el dolor del tiempo. No veo nada más allá de mi caos perturbado, ni algo diferente a la muerte irrefrenablemente continua de los segundos saltando uno tras otro al barranco sin fondo del pasado.
Así me deja esta cuasidepresión primeriza, muerto hacia dentro y hacia fuera, desprovisto de ánimo y de voluntad, a merced de la quietud, y a merced del vacío del alborozo creativo y del festejo que siempre me habitó.
Así me deja, siendo otro que se ha instalado en este cuerpo; otro con menos ideas que yo, con la sangre seca, con el espíritu aletargado y con alma de abandonado.
Ni siquiera sé de dónde ni por qué salen estas palabras que escribo; no entiendo que estos apuntes de coherencia y estos minúsculos instantes de lucidez estén consiguiendo sobrevivir; no sé cómo han conseguido subsistir y escaparse, cómo han llegado a los dedos o a la cabeza de las ideas, atravesando inmensos vacíos y desolados páramos, atravesando agujeros negros y la mente en blanco, para acabar convertidas en una sarta de frases presuntuosas que creen que por el hecho de escribirse resuelven algo. Y no es así.
Sigue quedando el caos laberíntico, el nido de las revoluciones condenadas a no nacer, la pesadez de todo el cuerpo y de las ganas que no pueden moverme del sitio donde ahora estoy, la onerosa impasibilidad, la muerte en vida, la oscuridad a pesar de la luz, y este drama cotidiano de que no me nazcan los intentos.
Ahora comprendo lo que dice una depresión. Lo que antes se quedaba en el juicio desde la inexperiencia, ahora se convierte en una comprensión que abraza a todos cuantos han caído en la red de esta imposibilidad.
Continuamente solicito al dios de la prisa que acelere los relojes del tiempo y que esta noche llegue lo antes posible, y que el sueño llegue lo antes posible, y que mañana sea un día distinto, un día de los de antes, uno de esos días repletos de un tiempo productivo y vivo en los que desarrollaba sin cesar buenas ideas, buenos pensamientos, buenos propósitos, buenas acciones, y la vida me daba un beso y mi alma se sentía satisfecha, reconfortada, útil.
Eran días en los que repartía sonrisas, en los que contagiaba optimismo, en los que emanaba ganas de vivir, en los que mi ego o mi dios, que no sé si serán lo mismo, se sentían satisfechos de mí.
Ahora, en cambio, en mal cambio, me parece que mi vida es una inutilidad, y no soy capaz de reconocerme un mérito, ni de darme un beso caricia abrazo halago ánimo, ni soy capaz de salir al mundo y gritar que estoy vivo y que las fibras de la sensibilidad se me rompen para recibir la música en lo más profundo de lo que sea yo; no puedo decir a nadie que me abro las carnes de la emotividad para permitir que la ternura destruya las barreras de la frialdad y la razonadora estructura de la insensibilidad; no puedo contarle a mi ángel de la guarda que he visto unos ojos, que se ha puesto el sol, que una niña me ha sonreído, que ha pasado por mi lado una joven embarazada, que un pájaro ha estado contándome sus confidencias, que una flor se ha dejado mirar, que tengo miles de lágrimas con unas ganas locas de desbordarse a ríos, a mares, en un milagro de lágrimas interminables…
No tengo acceso a mi esencia, pues una bruja de hielo ha hechizado todo lo que soy de persona, y sólo me ha dejado, para mi sufrimiento, el lado árido, el lado petrificado, el lado que no quiero.
Dios: me gustará que seas generoso, como tú sabes serlo, y me rescates de esta apatía, de este frío, de esta muerte de ojos abiertos. Necesito desesperadamente salir y recuperarme, ser otra vez, ver los días con los ojos de ver, recuperar el latido de mi corazón quieto, reinstalarme la sonrisa, percibir lo que está más allá del principio de mi mirada y volver a sentir las agradables heridas de lo que es vivir.
A tu amparo quedo.