Supongo que en algún momento de mi vida tenía que vivir una experiencia especial, y fue entonces cuando sucedió.
Llevaba unos días reconciliándome con mi deseo y mi necesidad de ser generoso con quien lo pudiera necesitar.
Siempre me he quejado de lo poco que me involucro en los problemas y en las necesidades ajenas.
Si me encuentro con un pobre por la calle y superando los controles de mis sospechas creo que su penuria es cierta, le hago entrega de una limosna y me alejo rápidamente, como si en vez de dar le hubiera robado.
Y cada vez, después de depositar la limosna, reinicio los reproches hacia mí, en silencio pero dolorosamente, porque conozco todos los modos de hacerme daño.
LO QUE PASÓ:
Tenía mi pensamiento en otro sitio, muy lejos de Madrid y muy lejos del calor agresivo de las tres de la tarde del verano; por aquella calle sólo nos movíamos tres personas.
Fue al rodear una furgoneta aparcada sobre un paso de peatones cuando me encontré, inevitablemente, con la figura desmejorada de una mujer; calculé que estaría camino de los cuarenta, aunque dudé si alguna vez llegaría a cumplirlos.
Lo primero que pensé al verla, en un pensamiento fulminante, fue que a esa mujer le quedaba mucho que sufrir o poco que vivir.
Cualquiera de las dos opciones padecía las mismas posibilidades.
Tenía los pies como rotos, con manchas resecas de sangre, mucha suciedad acumulada, y la cara como explotada en algunos sitios.
Mostraba sin reparo su desgracia y su abandono.
Desde sus ojos tristes vino a mi encuentro una mirada desvalida.
En el silencio de ese mirar lastimero había toda una petición de auxilio, toda una manifestación de necesidades, todo un ruego a alguien, quien fuera que se encontrara con aquella mirada suplicante y menesterosa, y todo el relato de un presente trágico, muy distinto de otro pasado más lejano.
No sé por qué deduje, sin tener derecho, tantas cosas.
Quizás nunca en mi vida haya estado más receptivo, o más comprensivo, o más acertado. Quizás nunca en mi vida he sabido escuchar con tanta atención ni he tenido el corazón más cerca del alma.
Pudiera ser que en ese momento la prisa me abandonó sabiamente y me permitió recibir aquel lenguaje que sólo unos ojos saben expresar.
O tal vez en aquel instante yo era sólo de carne y hueso, de amor y alma, fraterno y universal.
– Déme algo, por Dios -dijo.
Pero si no lo hubiera dicho sería igual, porque era una redundancia, era repetir lo que ya pedía toda ella antes de pronunciar las palabras.
– Cómo está usted… -compadecí.
Casi me atrevo a decir que era la primera vez que oía hablar a mi corazón. Y era un lamento tan sentido, una empatía tan poco usual, que me encontraba extraño estando quieto al lado de esa mujer, mirándola sin prisa y sintiéndola.
Por la inexperiencia, no supo mi intelecto cuál era la frase lógica siguiente. Creía recordar que en alguno de mis sermones interiores había decidido que lo siguiente era preguntarle qué necesitaba realmente. Porque tal vez no era dinero sino conversación, o aferrarse a una mano, o que una mirada la viera como ser humano y se lo hiciera saber.
Así que mientras todo ese revoltijo se reorganizaba en mi pensamiento traté de mirarla desde su misma posición, tan dolido como ella, y seguí atentamente el balanceo de su cabeza cansada de tanto soportar.
Ella no me apuró en mi siguiente paso. Esperó con la paciencia de quien sufre durante todo el día y ante la posibilidad de que le entregue una moneda un desconocido, al que ha solicitado ayuda más por rutina que por esperanza, se tomó el descanso de creer en alguien y estiró el brazo creando un cuenco en su mano derecha.
Siguió en su presencia ausente, con su mano implorante como recordatorio, y con la resignación del que no tiene otra cosa que hacer más que esperar y la sumisión del que sabe que todos sus momentos son iguales.
Nunca sabré si tenía entre sus pensamientos alguno optimista, con fe en el futuro, o si todos habían huido ante este panorama que en algún momento se presentó en su vida, convirtiendo a aquella niña que fue acunada con tanto cariño por su madre, y en la que depositó sus mejores deseos, en una mujer rota, desolada y hostigada por la vida.
Rompió aquella comunicación tan íntima la frase equivocada, la frase que sustituyó a la pregunta serenamente preparada que esta vez tampoco se atrevió a pronunciarse, y le hablé del deseo de que se le mejoraran las cosas, en un tono mercantil, desalmado, en vez de erigirme en grito de amor y preguntarle qué necesita usted realmente.
Puse en su mano un billete y emprendí mi habitual huida hasta que mis piernas me paralizaron al oír aquella voz que habló con fuerza. Un rotundo escalofrío me recorrió sin respeto. Mi corazón rebotó desordenadamente.
– Yo le bendigo –dijo.
Y al volverme para mirarla vi cómo me enviaba con su mano el gesto que formó una cruz.
No dijo que le pediría a Dios que me bendijera: no sintió la necesidad de intermediarios.
Se supo en posesión de la capacidad divina de bendecir, y lo hizo.
El recién nacido escalofrío se convirtió en un terremoto que removió todos mis principios.
No supe qué hacer, qué pensar, qué decir.
Sólo la vergüenza por un llanto que se aproximaba imparable me hizo volver a andar, huyendo de mí.