El día trece de mayo de mil ochocientos diez, en una ciudad caribeña, el destino cometió la mala desdicha de cruzar los caminos de León Villa Neruda y Petra de la Luz Peña.
Para él fue como si hubieran puesto cuerpo y respiración a la Virgen, como si hubiera visto una Reina escapada de un cuadro, como ver realizado el sueño que tantas veces le quitó el sueño.
Los siguientes cuarenta y cuatro años, hasta que la muerte le salvó de la fiebre en la que hirvió desde aquel día, los consagró a montar guardia y vigilia por si volvía a verla, a añorar el perfume que se mezcló con el aire que removió al pasar, a buscar con delirio aquellos ojos, a suplicar con vehemencia un reencuentro.
Ella, en cambio, no se fijó en él.