Hasta el final

Lucía se presentó a la entrevista sin muchas esperanzas.

Aún le quedaron menos cuando se encontró con más de diez chicas que esperaban para la entrevista, mostrando toda la gama de impaciencias.

Saludó levemente y ocupó la única silla vacía.

Se abstrajo mirándose los zapatos.

Espero que no se fije en ellos, pensó, no son tan nuevos como deberían ser. Si consigo el puesto, añadió en el pensamiento, con el primer sueldo me compraré unos negros.

Un rato despuéssu desesperanzasentenció estos van a tener que aguantar mucho más.

De ahí pasó a mirar detenidamente a las otras chicas. Esa es más atractiva, aquella más moderna, a aquella otra yo no le daría el puesto. De las que estamos, sin dudarlo me escogería a mí misma, pensó para animarse.

Una a una iban entrando. Dos, tres minutos. No más.

Las caras de las que salían no derrochaban optimismo.

– No sé qué quiere este -dijo una al salir.

Cuando le correspondió entrar se ajustó el pantalón, comprobó que las rayas del jersey estuvieran bien alineadas, enganchó la melena a las orejas, tocó en la puerta con los nudillos, y sólo cuando oyó pase, lo hizo.

– Siéntese, -dijo él mientras seguía escribiendo en el ordenador- ¿cómo se llama? –añadió.

– Lucía.

– Qué curioso, usted se llama Lucía y yo soy ciego.

Sólo entonces se percató de que había un bastón blanco apoyado en el lateral de la mesa.

– ¿Por qué está nerviosa?

– Es mi primera entrevista de trabajo.

– Siempre acierto con esta pregunta. Siempre reconocen que están nerviosas. ¿Dónde vive usted?

– En Manuel Azaña. Cerca del campo de fútbol.

– ¿Cómo ha venido hasta aquí?

– En mi coche.

– ¿Es buena conductora?

– Sí.

– ¿Me llevaría ahora mismo a una cita de trabajo que tengo?

– Sí.

– La mayoría de las chicas, cuando llego a esta pregunta, se desconciertan o piensan mal. En cambio usted no lo ha dudado. Me parece bien. ¿Siente pena por mí, por mi ceguera?

– No, señor.

– ¿Puede incorporarse mañana?

– ¿No me va a hacer la entrevista?

– Esta ha sido la entrevista.

– ¿No me va a preguntar por mis títulos o mi experiencia?

– No. Usted es la persona que busco. Empezamos a las ocho. Siempre nos trataremos de usted. Ganará el doble de lo que marque el convenio porque le voy a exigir mucho: la perfección absoluta, la dedicación plena, y la fidelidad total. ¿Acepta y se compromete?

– Acepto y me comprometo.

– Hasta mañana, Lucía.

– Una pregunta, por favor.

– Pregunte.

– ¿Cómo se llama?

– Marcos. Dígale por favor a la señorita de recepción que usted es la elegida.

Sólo cuando estuvo en la calle y habían transcurrido varios minutos tomó conciencia de lo que había sucedido. Tenía un puesto de trabajo y aún no se había alegrado por ello, pero es que estaba desconcertada por cómo se desarrolló todo. ¿La había escogido a ella por intuición… o porque ya era la última y no tenía más donde escoger?

Desterró la pregunta, y su secreta inseguridad, y quiso creer que algo de ella, ya que no pudo dejarse deslumbrar por su físico tan espléndido, le había gustado; quizás la forma de expresarse o cómo supo reaccionar. Se sintió a gusto consigo misma.

A las ocho menos diez del día siguiente le indicaron cuál era su despacho, contiguo al de Marcos, y empezaron a explicarle dónde estaba cada cosa y cómo funcionaban las diferentes máquinas, pero no tuvieron tiempo para terminar: a las ocho y un minuto sonó el interfono.

– ¿Está ahí, Lucía?

– Sí, señor.

– Venga.

Cogió bolígrafos y una libreta.

– Buenos días. ¿Nerviosa?

– Buenos días. Hoy no.

Despacharon durante toda la mañana sin parar. Tuvo que aprender rápidamente. Efectivamente, era agotador. Su ritmo de trabajo era frenético. Era capaz de atender una conversación en el teléfono mientras seguía dictándole cartas, y la documentación y los datos que ella le leía los guardaba fotográficamente en la memoria, sin equivocar ni una sola vez un número o una fecha.

Así pasaron doce meses exactamente hasta que él, por primera vez, abordó un asunto personal.

– Hoy cumple usted un año en la Empresa.

Le ofreció un regalo que guardaba en un cajón. Era un tarro de su colonia.

– Es BELLEZZA. Usted es la única persona de las que conozco que la usa. La dependienta casi se vuelve loca, porque, como yo no conocía el nombre, tuve que oler treinta y seis hasta que identifiqué la suya.

– Muchas gracias.

– ¿Cómo es usted, Lucía?

– ¿Físicamente?

– Sí.

– Uno setenta y dos, rubia, melena corta… el color de los ojos está sin decidir: unos dicen que azul grisáceo y otros dicen que gris azulado… perdone, es una broma –dijo un poco apurada– en realidad son inidentificables.

– ¿Cuánto pesa?

– Cincuenta y siete.

– ¿Cómo viste?

– Siempre vaqueros y jersey.

– La imaginaba más provocativa en la forma de vestir… -bromeó.

Sintió una vergüenza inexplicable, pero él cambió el tono inmediatamente, y le pidió que hiciera unas cuantas llamadas.

En cuanto ella abandonó el despacho se permitió pararse a pensar. Llevaba un año intentando imaginarla. Pisaba como las rubias, en eso no se había equivocado, pero en su fantasía llevaba una larga melena y cada día tenía un peinado distinto; sus faldas o sus vestidos se ajustaban al cuerpo marcando unos pechos perfectos y generosos; le suponía una cintura breve y unas piernas inmejorables, y que su boca era un imán reclamando su boca, y los ojos, de un azul verde mar indiscutible, y los dientes, impecables, enmarcados en unos labios mullidos.

La vestía con diseños propios, colores imposibles, cortes atrevidos, brevísimas faldas… o desnuda.

En su imaginación, mientras le dictaba una carta, ella tiraba la libreta, se levantaba de la silla y con un gesto leve se desprendía del vestido. Bajo él, una belleza auténtica sin necesidad de adornos, la desnudez más impúdica, la lujuria agazapada, el sexo insaciable, el amor a punto de estallar en él, los abrazos de la locura, las caricias habilidosas, miríadas de besos desvergonzados, todos los caminos reclamándole, el mundo de los sentidos a su servicio, el cielo… hasta que la cordura imponía su determinación y le hacía abandonar el centro del placer, los sueños irrealizables, la magia de invención propia, y le traía a la realidad, la realidad de la distancia y la ausencia de sentimientos, y entonces se recriminaba por permitirse esas fantasías, y por inmiscuirla en ellas, sin permiso, y por permitirse fingir que era la que no era y hacía lo que él deseaba.

No terminaba de aceptar que se estaba enamorando de esa mujer que cada día ondeaba una sonrisa nueva, que le hacía sentir que no escondía secretos, que tarareaba muy bajito, que le aportaba cada día el aroma de la vida..

No era capaz de hablarle de sus sentimientos, y por eso, cada vez que escuchaba las reclamaciones de su propio corazón, se castigaba interponiendo muros y distancias. Al día siguiente se mantenía aún más lejano que de costumbre, más serio, más frío. La despojaba del rostro inventado, del cuerpo provocativo, y se centraba en el trabajo.

Pasaron diecinueve años más hasta la siguiente vez que volvió a hablar con ella de asuntos personales.

– Lucía…

– Dígame.

– ¿Cuánto ha cambiado?

– No le entiendo.

– ¿Qué queda de aquella chica que empezó a trabajar conmigo hace veinte años?

– Todo. Bueno, casi todo. Como se podrá imaginar mi cuerpo ya no es lo que fue.

– ¿Cómo es usted? Dígamelo, por favor.

– Sigo midiendo uno setenta y dos, supongo. Tengo los mismos ojos de color inidentificable, la misma melena corta de cabello rubio…

– ¿Y qué más?

– ¿A qué se refiere?

– ¿Cómo es su cuerpo?

– Peso un poco más que antes, no mucho, pero estoy un poco más… ¿rellenita?

– ¿Y qué más?

– ¿Qué más quiere saber?

– ¿Sus piernas son…?

– Firmes. Perfectas, diría yo.

– ¿Su cintura?

– La justa.

– ¿Sus pechos?

– ¿Es necesario que sigamos, Don Marcos?.

– Sí. Se lo ruego. Llevo veinte años muriéndome de deseo, perdiéndome por ensoñaciones y fantasías, y, además, respetándola y sopesando mucho el riesgo de pedirle lo que le voy a pedir.

– ¿Qué me va a pedir?

– Deseo que se desnude para mí. Soy ciego y no la puedo ver, pero calmaría mis demonios saber que está usted frente a mí y desnuda…

– Don Marcos…

– Por Dios, se lo ruego. Por una sola vez en la vida…

El silencio se hizo de piedra. El tiempo se paró, atento a lo que iba a pasar. El corazón de él se llenó de miedo y esperó angustiado el sonido de los pasos de ella al alejarse corriendo y el cañonazo de la puerta al cerrarse de golpe. Pero nada de eso pasaba.

Ella atendía a su propio desconcierto. No podía negar que en los años de diaria convivencia había pasado por diferentes etapas: desde aquella primera en la que se enamoró de aquel hombre resolutivo que tomaba decisiones sin dudar, la trataba con una cortesía exquisita y le entregaba cada año un regalo siempre acertado, hasta la etapa del otro extremo en la que pensaba en abandonar el trabajo porque no podía soportar la distancia que interponía entre ambos, la rigidez del trato, ese llevar tantos años hablándose de usted.

Ella también había sucumbido a la propuesta de sus sueños, y había fantaseado en muchas ocasiones que él dejaba de dictarle cartas, rodeaba la mesa, adivinaba dónde estaba por el aroma de hembra en celo, y se ponía frente a ella, le arrancaba la libreta de un manotazo, y el vestido con una maestría atinada, y luego la besaba con fiereza, y la amaba sin fin.

Pero se había aplacado y hacía tiempo que él no merodeaba por su imaginación y se mantenía en su puesto de jefe.

Por eso no sabía cómo reaccionar a la petición, y aguardaba que alguna de las partes en litigio, del todo opuestas, tomara la decisión acertada y le indicara lo que debía hacer.

Pronto supo la respuesta.

Él captó el roce del jersey al separarse del cuerpo, y el susurro del botón del pantalón al liberarse, y la cremallera mostrando lo secreto, y notó cuando quedaban las piernas a la vista de su ceguera, y sintió el sujetador dejando de sujetar, y la braga deslizándose despacio, pudorosa; incluso creyó intuir que ella se tapaba el pubis y los pechos con las manos y los brazos, hasta que se daba cuenta de la inutilidad, y entonces, al verse desnuda, la respiración alteró su ritmo y un rojo pudoroso explotó en su cara.

Él, tembloroso, estiró el brazo y adelantó la mano.

– ¿Puedo recorrerla?

Y entonces, una voz que no era la de ella, sino la del deseo acumulado, resumió del modo más atinado los veinte años perdidos:

– Hasta el final.

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