Adicto a su mujer desde que la conoció, enemigo declarado de los que se enzarzan en relaciones extraconyugales, defensor a ultranza de una integridad en la pareja donde uno es del otro y para el otro, y muy aficionado a los buenos equipos de música, se lo repitió a su esposa muchas veces como un juego de palabras: a mí sólo le interesa la Alta Fidelidad.
Cuando prometió ante el cura hasta que la muerte nos separe, realmente quería prometer eso.
Y no es porque fuera cristianoide, como le gustaba decir porque creía haber inventado la palabra. No era el típico beato, ni temeroso de Dios, pero sí era devoto a una filosofía propia que se basaba en el respeto a todo y todos.
Así vivió casi cuarenta años de dicha junto a Lourdes, hasta el día cualquiera en que una mujer que se cruzó en su camino le reverdeció los deseos descontrolados de su juventud, y aunque ella ni siquiera llegó a fijarse en él, imaginó que le había dedicado una sonrisa inolvidable con un innegable matiz de propuesta sexual; la vio humedecerse los labios que jamás se humedeció, y vio los inconfundibles ojos de la lujuria en los ojos sólo atentos al suelo para no tropezar, ya que llegaba tarde a su trabajo.
Se giró, y observó cómo se iba alejando, y creyó que era el diablo y que había intentado una de sus tretas de incitación al pecado.
Pero no la olvidó.
Por la noche, después de repetir el muy desgastado buenas noches, mi amor, y depositar un beso casto en la mejilla de Lourdes, el lugar del sueño lo ocupó aquella mujer, la que volvió a incitarle humedeciendo sus labios para él, con erótica voluptuosidad, y una oferta irrechazable de que recorriera sus caminos más secretos, de hacer con él las cosas que la rutina había relegado al olvido, de mostrarle un mundo en el que jamás había estado salvo en los sueños más humanos, en aquellos en los que se había visto libre de la atadura de sus prejuicios y de la severidad de sus rígidas normas y había dejado sueltos sus instintos, el animal que le habitaba, y había cometido actos con los que, en su opinión, sólo se hubiera atrevido el más impúdico de los pecadores.
Aquella inocente mujer estaba revolcándose con él en lo más fecundo de su imaginación, desnuda de ropa y de vergüenza, al amparo de una magia que le aliviaba la conciencia, con un diálogo fluido de besos, y sin ningún recoveco que se resistiera a ser explorado.
Todo lo insospechado aparecía como natural y ella decía a todo que sí.
Se avergonzó de sus pensamientos.
Arrepentido, rezó, a medias, retazos de oraciones y un rosario en sólo un Avemaría.
Quiso dormir, forzando el cierre de los párpados y recurriendo a respiraciones orientales, inspirar pureza, espirar tensiones, y a bañarse de una luz blanca que le entraba por lo más alto de la cabeza y rellenaba todo el cuerpo para calmar su alma.
Nada.
Recurrió a los recuerdos de su infancia corriendo por las calles de su pueblo, pero allí estaba ella esperándole. Regresó a la boda con Lourdes, pero no era Lourdes, y era con ella con quien se casaba, y cuando cambió el recuerdo por el de la noche de bodas, era con ella con quien estaba, a quien prodigaba sus besos, en quien entraba enamorado.
Vencido, decidió afrontar la presencia insistente de aquella mujer en su pensamiento. Le puso un nombre, Gloria, y habló con ella de que era mejor que desapareciera de su memoria y siguiera con su vida, pero ella sólo pensaba en él y todas las miradas eran lúbricas, todos los gestos seductores, y todas las palabras provocadoras.
No le quedó más remedio que rendirse.
Se despojó de la conciencia alegando en su defensa que era sólo un pensamiento, y besó a Gloria con los labios temblorosos, asustado aún por el reproche que le acusaba de cometer adulterio, pero ella respondió con su lengua vivaz, ensalivando la cavidad de su boca con jugo de pasión, y le recorrió el cuello con pasitos de besos infantiles cargados de sensualidad.
Su miembro adquirió una tiesura lejana, la moralidad se diluyó poco a poco, el recato admitió que no era su momento ni su sitio, los ojos se cerraron para no ver y pensar, sólo sentir, sólo gozar, sólo recorrer aquel cuerpo terso de treinta años, esplendoroso, inmejorable, magníficamente realizado, y no dejar ninguna curva sin inspeccionar, ni alguna porción sin arrumaco, claramente rendido a la experiencia impagable de estar con el milagro divino que es una mujer.
Le sacó del pensamiento, en el que ya se sentía integrado, la voz acaramelada de Lourdes.
– Vaya, estás en forma esta noche…
Entonces se dio cuenta que había trasladado parte de la ensoñación a la realidad, y que había despojado del camisón a Lourdes, y que estaba haciéndole el amor, besándola, acariciándola…
Se sintió desconcertado, pero tuvo la suficiente lucidez como para llegar hasta el final para no tener que dar explicaciones.
Se levantó. Entró en la ducha y abrió el grifo del agua fría, para que fuera húmedo cilicio que le hiciera pagar su flaqueza, pero le pareció mucho castigo o pensó que no necesitaba castigo porque inmediatamente pasó a la caliente, y prestó atención a los reproches por el asunto de Gloria, pero no se presentaron, y esperó la condena, pero no apareció, y aguardó el sermón que correspondía al acto, pero este fue mudo en palabras y regaños.
No le quedó más remedio que admitir que le parecía bien todo lo que había pasado.
Quedó libre, sin cargos de conciencia alterada y sin nada que rechazar.
Y esa noche, durmió como un bendito.
El día siguiente tuvo más del día anterior que de sí mismo.
Insistió en repetirlo todo, en rememorar y celebrar cada uno de los ficticios instantes; se regodeó en la desnudez inmejorable de Gloria, en la maestría de sus besos, en su propia virilidad, ahora aparentemente inagotable, y en la maravilla y el milagro de poder disfrutar del roce y la contemplación de un cuerpo joven.
Fue este último pensamiento el que separó de los demás para verlo con más cuidado, y al poco, se le borró de la comisura de los labios la señal de dicha y victoria.
Pensó en Lourdes desnuda.
Se dio cuenta de que ya no se fijaba en su cuerpo.
Estaba enamorado de ella y el cuerpo era la parte menos importante, pero no podía negar la cintura engrosada, las arrugas ostensibles, la caída de los pechos, las otras carnes fláccidas, los labios acartonados… la deseaba a ella pero no tanto a su cuerpo.
Por supuesto que no siempre había sido así. El aroma de Lourdes cuando tenía la edad de Gloria le encandilaba; le pedía que no se bañara con jabón, sólo con agua, que dejara a flote su propia fragancia de mujer nítida; la recorría con el olfato averiguando los distintos perfumes naturales, y se estancaba en el inagotable efluvio a canela del interior de sus brazos, en la menta silvestre del ombligo, el olor dulce de sus manos, las mil esencias de su sexo…
Gloria exhala olor a cuerpo vivo, y tiene la delicia de las lisuras que añoramos los sesentones, pensó.
Y entonces se dio cuenta de que siempre había acallado las voces que le reclamaban la dicha de convertir un deseo en realidad.
Pensó que le gustaría conocer una Gloria de carne y hueso, pero aclaró inmediatamente que no quería una mujer de pago, sino una de verdad, una que fuera capaz de fijarse en él, de reconocer sus escasos encantos, de enamorarse un poco, de sentirse atraída por su persona ya que no podría ser por su cuerpo cargado de años.
Y pensó también que eso era imposible.
Quiso apagar el fuego centrándose en el trabajo y en otros pensamientos, pero no lo consiguió.
A cada momento, las mujeres con las que se cruzaba llevaban otra vida que dedicaban a él, le sonreían como le gustaba, le solicitaban todo tipo de obscenidades al oído, se contorneaban cautivadoras y subversivas, se despojaban de la ropa en plena calle y le atraían sobre sus cuerpos tendidos en un lecho de pavimento acolchado con pétalos de rosas. Con todas podía, de ninguna escapaba. Su alucinación era inagotable: todas tenían treinta años, un cuerpo apetecible, y una boca llena de besos.
De los escaparates recibía la llamada de las maniquíes, de las revistas escapaban las mujeres para estar con él, y en los anuncios personalizaban los textos para dirigirse a él, porque sólo él les interesaba y no podían reprimirlo: si se alisaban el cabello con aquel producto era para ser más de su agrado; si usaban aquella colonia es porque es su colonia, y si vestían a la moda que ofertaban era para estar más seductoras…
En un acto admirable de sinceridad, reconoce que una mujer de verdad, de las de carne y problemas, nunca se fijará en él.
Nunca, es la palabra que le duele.
Nunca es más dramática de lo que aparenta, porque lleva implícita una verdad contra la que no se puede luchar.
Nunca es veneno y espinas, realidad dura y tajante, es cruel e insobornable.
Nunca es capaz, por sí sola, de desmantelar los deseos y relegarle a la derrota de los sueños incumplidos.
Una fuerza apocada intenta animarle, aliarse con él en el intento, pero ambos se saben vencidos de antemano y se rinden.
Es la casualidad, o un regalo divino, quien pone en su camino a Elisa, treinta y dos años de encanto, recién divorciada de un desgraciado que le ha dado mala vida, optimista a pesar de ello, rotunda y curvilínea, con un corazón inacabable, y una sonrisa por bandera.
Le pide que le ayude a rellenar un impreso, para solicitar una ayuda, y él, atento y servicial en su ventanilla, comienza a explicarle cómo se rellena cada casilla, estoy nerviosa, dice ella, ¿serás tan amable de rellenarlo tú?, y esa confianza, ese tuteo que otras veces le enfada, en boca de ella suena a intimidad y confidencia y elimina las distancias.
Ella se aproxima para ver mejor el formulario, y su cercanía ya es innegable; el aroma apacible que emana es embaucador y por un momento se le cortan las palabras y todo él permanece atento a la voz de ella, que sigue preguntando mientras él deja el mundo para hacerse invisible y admirarla cómodamente, como si no hubiera otra cosa en la vida, porque es lo que más desea: ser observador secreto y complacerse en recorrer con calma lenta cada uno de los rubios cabellos. Imagina que los rizos son montañas rusas para lanzarse por cada uno de ellos, pero ella, al sentirse desatendida, detiene su monólogo de preguntas y le interroga, ¿estás bien?, sí, dice él, pero no sabe lo que dice, ¿te pasa algo? insiste ella, no, bien, estoy bien, ¿qué me decía? y ella le repite cada una de las preguntas.
Se escapa de nuevo.
Ella no consigue atarle a la realidad.
Sólo quiere jugar al escondite en su cuerpo, explorar lo que oculta la ropa, jugar a dar besos, hacer realidad los pensamientos con esta Gloria de carne y huesos.
– Creo que deberías tomarte un descanso, dice ella, te puedo invitar a un café…
Dice que sí porque cualquier otra respuesta no sería cierta.
Coge la chaqueta y el impreso, y abandona la ventanilla.
– Lo terminamos en el bar.
El camino lo hacen muy juntos pero en silencio. Él no sabe qué decir, y aún parece ausente.
– Me has asustado -dice ella cuando ya se han sentado.
– ¿Por qué?
– Porque me pareció que estabas perdido y creí que habías tenido una indisposición, o que se te iba la cabeza.
– La tengo bien puesta, gracias. Lo que me pasó es que me quedé asombrado.
– ¿Asombrado?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Si me permites que lo diga, asombrado por ti.
– ¿Por mí?
– Sí, me ha asombrado tu naturalidad, la frescura de tu sonrisa, tu olor a lavanda…
– Vaya… me he topado con un adulador profesional…
– No. Te has topado con el hombre más tímido del mundo que te ha dicho, y sin saber por qué, lo que piensa.
– De todos modos, gracias por los halagos. ¿Cómo quieres el café?
– Solo. No, contigo, –está ofuscado- quiero decir que solo, sin leche.
Ella sonríe. Es la misma sonrisa que a él le parece deslumbrante. Tiene los dientes pequeños pero iguales.
– También me gustan tus dientes.
– ¿Vas a terminar ya con los piropos?
– Sí.
Pero no. Se le ha desatado el verbo y sólo por esta vez sería capaz de dejar explicarse a sus atávicos silencios, y sería capaz de hablar como un poeta en celo o como un escritor enamorado; sería capaz de inventar un idioma para decir cosas bonitas sin avergonzarse. Realmente está fascinado.
– ¿Quieres que rellenemos el formulario? –pregunta él.
– Luego, en la ventanilla. Ahora mejor nos tomamos el café tranquilamente. ¿Cómo te llamas?
– Ramón. ¿Y tú?
– Elisa.
– Elisa se llamaba mi abuela…
– ¿Me vas a comparar ahora con tu abuela? –bromea.
– No. Qué va. No, por Dios.
Se crea un leve silencio.
– Tengo sesenta años.
– Bueno… ya eres mayor de edad y te dejarán entrar en las discotecas y podrás sacarte el carnet de conducir…
– Tengo sesenta años.
– ¿Y qué?
– ¿Cuántos tienes tú?
– Treinta y dos.
– Lo daría todo por tener tu edad.
– ¿Te vas a poner dramático y no vamos a poder tomar el café charlando con tranquilidad?
– Se lo tenía que decir a alguien… cómo me siento con esta edad… se me ha escapado la vida y no he cumplido casi ninguno de mis sueños…
– A todos nos pasa algo… yo acabo de desperdiciar diez años con un hombre que no me ha dado nada de felicidad, pero estoy dispuesta a olvidar todo lo anterior y empezar de nuevo.
– Vaya, lo siento…
– Pues no lo sientas y dedica el esfuerzo a borrar de tu cabeza la tontería esa de la edad… ¿qué es lo que no puedes hacer por la edad?
– Amar a una mujer como tú.
– No me puedo creer lo que me estás diciendo… ¿De verdad que no eres el típico viejo verde que intenta seducir a todas las mujeres que se acercan a su ventanilla?
– Te juro que no.
– ¿De verdad que tu trabajo no es una tapadera y tú en realidad eres Casanova?
– Te doy mi palabra de honor de que nunca en mi vida he hablado a una mujer como lo estoy haciendo contigo.
– ¿Por qué a mí?
– ¿Por qué no?
– ¿Qué quieres?
– No lo sé. Quizás sólo hablar. Quizás confesarme. Tal vez sacar un veneno que se ha instalado en mi mente y no me deja pensar en otra cosa que no sea vivir la experiencia de acariciar una mano de esas que no tienen ni una arruga de más, ni son ásperas, ni las atenaza la artritis… una mano que me lleve a un brazo de terciopelo cálido, a un cuerpo ligero, joven, como el tuyo, a una boca de inagotables besos, unas nalgas justas, unas piernas que sean imán para los deseos, unos pechos firmes, un cuello…
– Nunca he oído hablar a nadie de ese modo… ¿te has tragado a un poeta?
– No sé lo que digo. No soy yo quien habla… Elisa, treinta y dos años, la vida en flor, la sonrisa intacta, los ojos parlanchines, Elisa…
– Ramón: calla. Para ser sincera he de decirte, ya que te preocupa tanto tu edad, que no la aparentas. Detrás de tu supuesta pesadumbre adivino una vitalidad rendida… ¿por qué rendida?
– Es una pesadez que no sé de dónde ha salido.
– ¿Pesimismo?
– ¿Realismo?
– No encaja ese estado con lo que aparentas.
– ¿Qué aparento?
– Una persona con óptimo humor que alguna vez se comió el mundo.
– Todo lo que sea bueno, pero en pasado, habla de mí…
– En cambio, el presente…
– ¿El presente? El presente… No sé ni cómo está presente el presente teniendo en cuenta lo que se encuentra. Perdona el pésimo juego de palabras. A veces la ironía quiere suplantar a la tristeza pero casi nunca lo consigue.
-Me gustaría verte reír.
-Y a mí también.
-¿Qué puedo hacer para verte reír?
-Cosquillas.
-¿Cosquillas?
-Perdona: otra vez un chiste malo.
-Te lo digo en serio.
-Podías intentarlo mañana con otro café. Ahora, sintiéndolo mucho muchísimo me tengo que marchar. Ya sabes, el trabajo.
-De acuerdo, mañana vuelvo a seguir rellenando el impreso y te invito a otro café.
– Así sea.
-Yo me marcho ya, que tengo varias cosas pendientes. Hasta mañana.
-Hasta mañana.
Ella pagó la cuenta, le envió una sonrisa desde la puerta del establecimiento, y otra sonrisa, escapada de su insistente mueca triste, respondió.
Aunque sabía que tenía que ir urgentemente al trabajo, le costó despegarse de la silla. Más que de la silla, le costaba despegarse de lo que le acababa de pasar.
Si un compañero de trabajo le hubiera contado que le había pasado eso mismo, no se lo hubiera creído. Por supuesto. Jamás.
¿Y qué es lo que había pasado?
Aparece una mujer en su ventanilla, como aparecen mil todos los días, pero esta no ve en él un funcionario sino una persona. O por lo menos, le trata como a tal. Se fija en él. Descubre que le pasa algo y se interesa. No es habitual. Y también están sus pensamientos confrontados: el amor inquebrantable hacia su esposa, la revolución a causa de la aparición de la inexistente Gloria, los sueños tórridos que llevaban muchos años sin presentarse, la confusión otra vez, los deseos alterados y el animal acallado pidiéndole la experiencia milagrosa de rozar, de explayarse, de penetrar en un cuerpo joven; los remordimientos y el arrepentimiento adelantados, tanto por si lo llega a hacer como por si no lo hace nunca, el miedo, también; la vida a punto de acabarse y no repetir la maravilla de ver y acariciar un cuerpo desnudo, y últimamente ha pensado tantas veces en que eso pudiera pasar… se imagina atesorando las sensaciones, deslizando sus dedos por la otra piel, y sabe que sin poder y sin querer evitarlo, una sola lágrima se deslizará sin que se lo impida por la mejilla, y se imagina que ese puede ser un buen final, y feliz, para su existencia, pero entonces se enfrasca nuevamente en una discusión con su conciencia, que le reprocha lo que piensa, y el diablo, o un ángel, que no lo sabe bien, le defiende y le da permiso para que se conceda ese pretensión.
Sin darse tiempo a sacar conclusiones de todo su alboroto, sin tomar una decisión indiscutible, se levanta, se dirige desilusionado al trabajo, y pasa el resto de la mañana sin darse cuenta de todo aquello que esté fuera de su caos.
En cuanto llega a casa, Lourdes se da cuenta de que le pasa algo, le conoce de sobra, pero él lo niega.
Dice que no quiere comer, que se va a su estudio a escuchar música.
Selecciona La Traviata, la versión de la Callas, y se aísla con los auriculares. En seguida se da cuenta de que quiere una música más impersonal, que no le atrape como le atrapa la ópera. Algo que no le saque de sus meditaciones. Descarta el jazz lento de voces negras, las bandas sonoras tranquilas, Chopin… se queda en silencio, pero con los auriculares puestos, para que Lourdes no le moleste.
¿Por dónde empezar?
¿A quién escuchar?
¿Todo ha de ser razonable y razonado?
¿Y las locuras?
¿Qué se siente cuando uno se escapa de lo correcto y se permite escuchar el grito que le propone pensar sólo en sí mismo, hacer algo para sí, algo que se siente como una necesidad que está por encima de cualquier cosa?
¿Y qué pasa después?
¿Qué pasaría si mañana mientras toma el café con Elisa, compartiera con ella estas preguntas?
Elisa, treinta y dos años, la vida en flor, la sonrisa intacta, los ojos parlanchines, Elisa… eso le había dicho sin saber qué decía y sin darse cuenta de que lo decía.
Elisa, un mundo nos separa: mi mundo está ahora en la imaginación, en soñar sueños imposibles, en alterar la paz que más o menos reposaba en mí; el tuyo está en otro sitio y en él no habito yo. Sé que no ocupo ni una minúscula parcela en tu pensamiento. Si te acuerdas de mí será para arrepentirte de haber aceptado otro café mañana.
Me acaparas entero, Elisa, mientras que mi mente es esclava de ti, obsesa con tu recuerdo, plácida con la ensoñación de mañana tomar un café contigo, Elisa, sonrisa, un café y unas confidencias, y lo que pudiera ser el inicio de un sueño hecho realidad, pero ahora sigo en la fantasía, que es más fácil y me obedece sin escusas, y no me pone las trabas que tan obstinadamente pone la vida cierta.
Aquí puedo obligarle a tu boca a decir sí o no, según mis intereses, y puedo alterar la mirada de tus ojos, su brillo, y la sonrisa de tu boca, y poner en ella mi nombre mil veces repetido, adornado con el matiz preciso que indica deseo; puedo hacer que te quites la ropa, lenta o salvajemente, y puedo gobernar el mástil de mi virilidad para que sea roca firme, y puedo voltearte arriba abajo hacia este u otro lado encima de lado, y poner música de gemidos, suspiros jadeantes, el deseo como dominante y el aderezo imprescindible de un amor que es imposible.
Elisa, es mejor que te quedes conmigo sólo en esta irrealidad, y que no vayamos mañana a tomar un café.
Es mejor que te arrepientas ahora, que queden el impreso y mi ilusión sin rellenar, que me quede con este milagro de que hayas aparecido en mi vida en el momento exacto en que tengo la capacidad de darme cuenta de que el amor de Lourdes es el amor consolidado, el amor de verdad, y por respeto a ella, y quizás por respeto a mí mismo, y por supuesto, a ti, mañana no te reconoceré, me ausentaré ante tu presencia, o disimularé el tono más frío que pueda y te enviaré, con una lágrima que jamás verás, a otra ventanilla.