La mañana ha sido breve en el tiempo, hecha con cuatro ratos sueltos y un cuarto de hora que salió corto de talla.
La primera vez apuntaba las diez y veinte; un rato después, cuando levanté la vista, había saltado hasta las doce.
El reloj, instrumento enemigo que me roba el tiempo cuando no le vigilo, me empobrece las mañanas de oficina y llamadas tediosas.
Los papeles se adueñan de la mesa y no hay otra forma de eliminarlos más que cogerlos a traición, de una brazada amplia, y encerrarlos en una papelera de rejas estrechas y cielo acierto de la que no intentarán salir.
Consumo los días de la condena impuesta por el sueldo que necesito para alimentar mis hambres materiales, que la cumplo en esta oficina, confirmando que los números están vivos y se ríen de mí y que cambian el sitio asignado cuando doy vuelta a la hoja, así que nunca me ha cuadrado un balance y el debe y el haber son enemigos irreconciliables que no están de acuerdo ni siquiera una vez al año, cuando tengo que presentar los resultados.
Soy más de letras que de números, tan iguales, y sólo diez, que por mucho que les cambie de orden siempre son los mismos.
A veces hago cifras inciertas sólo para que suenen a poesía, a rima, y todas las compras del día terminan en cuatro y ocho, alternativamente, y las leo esperando sacar música a esos números serios como alemanes, que no se permiten una canción, una broma, un color distinto para cada uno de ellos, con lo que alegrarían los informes y los cheques y las tarifas de precios.
Malvivo de entrada a salida y de entrada a salida en el trabajo (fíjense que no digo el horario para evitar a mis enemigos) soñando con volverme loco un gran día y presentar un texto distinto que diga:
“Los ríos de datos que se vierten en los libros y acaban confluyendo en un resultado de pérdidas o beneficios, este año han sido caudalosos.
Hay optimismo en los negros trazos que hablan de ganancias materiales, en esa cifra en la que se resumen doce meses del trabajo de mucha gente, esa cifra que no contiene ni valora el esfuerzo mental, las mañanas de fiebre o toses, las colas, los semáforos, madrugar, lavarse, correr, sentir un vacío grande al acabar el día y mirar qué no se ha hecho por uno mismo.
Por otra parte, lamento informar que la cuenta de explotación de valores espirituales sigue en rojo y las posibilidades de salir del eterno negativismo son nulas si la dirección no se preocupa de acercarse a las mesas, y preguntar a las personas que las ocupan todos los días, qué piensan, cómo están sus familias y sin son felices”.
Me cuesta trabajo no sentirme vencido por las relaciones numéricas, los tantos por ciento y la matemática de resultados predecibles.
Les falta la imaginación de las letras, la expresión de sentimientos y la capacidad de explicar un mundo real o inventarlo.
Y, además, se sabe que en una historia de números, el fin nunca es el fin, sino suma y sigue.
Ya les digo, prefiero las letras.