Cuando escucho el latido del amanecer
abandono todas mis ocupaciones,
aunque sean inútiles o sabias,
y me entrego a la añoranza
de recordar otros amaneceres.
El día que cumplí cuatro años
me despertó un sol legañoso y frío.
Otros amaneceres blandieron rayos cálidos,
abrasaron mi corazón incrédulo
o alumbraron mi Camino Interior.
Es curioso
que siempre deje abierta la puerta del asombro
por si me quisieran sorprender,
por si un sol verde, cuadrado, cantarín o encapuchado
se presentara de imprevisto.
Por si una lluvia de flores y espantos
se vertiera a raudales desde el cielo;
por si la luz tuviera hipo, ojeras o tatuajes…
y por si no hubiera luz ni colores;
por si las montañas volaran de rama en rama,
las nubes gatearan por el suelo
y todos los ruidos fueran mudos.
Todos los amaneceres lo consiguen:
me sorprenden cada vez,
aunque repitan la maravillosa rutina
de alumbrarse poco a poco
y en cualquier parte del mundo.
Suspiro,
como el hombre primitivo
cuando no sabía que a cada noche le sigue,
siempre,
otro día.
Y a esperar.
Mañana
acompañaré a la noche mientras recoge sus cosas
y cede su reinado,
con desgana,
a su mortal enemigo,
el amanecer.
Francisco de Sales