Indago en el presente de esta lluvia
como si no lloviera siempre en presente.
Nunca llueve en pasado o en futuro.
Eso lo agradecen los muros que asilan musgos,
tan sufridos y tan callados,
y lo valoran especialmente bien los riachuelos,
siempre tan justos o tan escasos de agua.
En breve, un caudal de hojas y ramitas muertas,
y un aluvión de polvo y tierra ya humedecidos,
jinetes de un agua de lluvias torrenciales,
ancharán el cauce,
arrastrarán cuanto sus fuerzas puedan
en un caos descontrolado,
correrán,
siempre adelante,
siempre cuesta abajo,
y harán su aportación puntual a un río.
Las aves se mojan en silencio.
Los árboles cuelgan gotas en sus ramas,
efímeras bolitas que toman fonda,
pero no más allá de lo preciso.
No importa el país ni la estación
ni el horario ni el acogimiento.
Llueve cuanto considera necesario
y para con la misma independencia.
Siempre hay un insecto despistado que muere ahogado,
y una rana que se alegra,
y un ganado impávido,
y una niña que juega,
y una mujer recogiendo deprisa la ropa.
El barro se siente a gusto.
Cierra los párpados un gato.
Los ríos se sienten crecidos.
Los pensamientos bobos se me acumulan.
Se me olvidaba: las plantas ríen contentas.
Es extraño este no hacer nada mientras llueve
y ser presa de la desidia.
Saco la mano por la ventana.
Parece que ha escampado.
Francisco de Sales