Creo que podría pasarme el resto de la vida
intranquilamente en esta quietud muerta
donde no se atreven a estar las sonrisas cándidas
y aún menos las risas explosivas.
El desamor no me deja aquietarme, seguir, vivir
y sí me deja parado, asolado, quieto.
Para estar muerto no es condición indispensable
llevar un mes sin respirar
o estar inscrito en una lápida del cementerio.
Vivir tampoco es simplemente respirar,
poder beber agua, bostezar a eso de las doce
o vocalizar todo el abecedario.
Podría pasarme el resto de mi vida
sin latidos, sin aire, sin vida;
no podría, en cambio,
quedarme sin maldecir
-aunque sea en voz baja-
o sin llorar.
Me he tatuado la tristeza
en los labios y en el alma.
Cualquier pena será bienvenida.
Cualquier dolor bien acogido.