No tienes derecho.
No tienes vergüenza.
No tienes respeto.
Te llevas a los más buenos y
a los más queridos.
Bueno, te llevas a todos.
Pero no todos duelen igual.
Yo quería tener un abuelo eterno.
Y una abuela para siempre.
Y una madre a la que cuidar,
que se hiciese muy viejita a mi lado,
con la que poder caminar a su ritmo,
hablando,
parando,
escuchando las mismas historias
y poniendo caras nuevas de asombro.
Yo quería coger su mano
-aun cuando estuviera temblorosa-
y decirle un “te quiero” enamorado,
dejándoselo en el oído,
sonreírle embobado,
darle las gracias gracias gracias
por ser mi madre.
Yo quería llevarla a conocer el mundo,
comprarle una rosa cada domingo,
pasearla orgulloso del brazo,
acompañarla al cine,
cantar zarzuelas a dúo,
mirar juntos su álbum de fotos
y bebernos un vaso de leche de un trago
como hacíamos cuando yo era niño.
No me gustaba la leche,
pero caía cada vez en su trampa de
“a ver quién se la bebe más rápido”.
Hoy me he dado cuenta
de que nos perdemos mucho AMOR
porque aprendemos a AMAR DE VERDAD
cuando ya somos mayores.
Y, a veces, ya es tarde.
No quiero acabar tu recuerdo,
madre,
con una tristeza.
Ahora me pongo una sonrisa
porque me has dado muchos motivos
para que se quede fija en mi boca.
Pero, reitero,
no tienes derecho, muerte.
No tienes vergüenza.
No tienes respeto.