Inconsciente energúmeno

 Decidió que no seguiría martirizándose con esa tristeza que se le había instalado.

        Negoció con su alma torturada otro presente nuevo, más descondicionado, casi virgen, y se plantó en la boca una sonrisa de las que no usaba desde hacía mucho tiempo.

        Con ella puesta, forzando el cierre de la dentadura y la apertura de los labios, como si estuviese averiguando la limpieza de sus dientes, se miró en el espejo que hasta ese día sólo le había devuelto, a cambio de su presencia, el rostro apenado de un hombre que no había sabido encontrar su paz y su ausencia de culpa, y su sonrisa le pareció tan ortopédica y tan irreal que recurrió otra vez al gesto adusto apesadumbrado de los últimos meses, y se rindió.

        Por poco tiempo, porque los fragmentos de un espíritu renovado salvador que había conseguido reunir pujaban por asentar el nuevo estado de tregua, y no estaba dispuesto a dejarse avasallar por un desánimo que hasta el momento de la honrosa decisión de salvarse había creído ser el dueño del futuro.

        Intentó otra sonrisa, esta vez más sincera, y se miró en el espejo ahora casi mágico que esta vez le entregaba una imagen similar a su imagen de unos años antes, cuando era cotidiana, cuando la sonrisa se despertaba a la misma hora que él, al amanecer que tanto le gustaba contemplar desde la ventana de su habitación.

        Sólo tenía que abrir los ojos, girar todo su cuerpo a la derecha, y ver a través de los cristales.  Su casa daba a unos montes que presentaban unas amanecidas de postal, y él se extasiaba en una contemplación pausada que respetaba el ritmo del sol saliendo del útero de esas prominencias naturales, y cada día se alimentaba del espectáculo.

        Después, se levantaba dichoso, y ninguna cosa podía desterrarle de ese estado.

        Hasta que un día, desdichado, apareció en su vida, sigilosa e irrespetuosamente, una sensación de desgana.  Era sutil, leve, casi imperceptible, pero presagiaba un desánimo irreparable.

        Le prestó la atención insuficiente que le pareció que se merecía.  Pensó que en dos días, tres, desaparecería y volvería a retomar el premio de su vida afortunada. 

        Se equivocó.

        Los días desanimados se sucedieron.  Los amaneceres, a los que ahora asistía como espectador inquieto, no le daban la satisfacción de los días precedentes, y una sensación sin adjetivar le ocupaba el día.

        Por sugerencia de una amiga que le quería, acudió a la consulta de un psicólogo de confianza que le interrogó sin medida, y le hizo revolver su pasado aposentado, y le auguró más tiempo de inquietud, porque decía que se habían despertado sin avisar algunos demonios dormidos, y que no se apaciguarían hasta que se reordenaran sus conflictos parentales y sentimentales, y le propuso revisar de una forma ordenada todos los sucesos desde su niñez, y que tendrían que buscar dónde estaba instalada esa vaporosa sensación que se había convertido en una desazón sin motivo aparente.

        Así que dos veces a la semana, cuando salía del trabajo, se dirigía a la consulta, a un diván de los que antes sólo había visto en las películas, se instalaba con su aflicción, y pasaba lista a los momentos de su menor edad por ver si algún suceso desafortunado, o alguna actitud extraña, o algún hecho inconsciente o venenoso habían dejado la huella invisible pero latente que ahora, transcurridos los años, se manifestaba.

        Llamó a su presencia a los hechos pueriles y se reencontró con su cuerpo pequeño de entonces, con un punto de vista más bajo, ya olvidado, en el que todas las cosas le parecían más grandes y todos los hechos, hasta los mínimos, más exagerados.

        Recuperó otra vez la respiración alterada de su infancia, cuando se quedaba exhausto de correr persiguiendo una pelota, y contaba los hechos que no merecían ni siquiera un espacio en la memoria del recuerdo para ver si el psicólogo encontraba entre la aparente calma un motivo que ahora, tantos años después, reclamaba una reparación.

        Nada.

        Recurrió al tiempo de la lactancia, por si acaso había convertido en un abandono eterno el momento breve en que su madre fue a buscar unos pañales nuevos.  O por si en una interpretación equivocada había asociado un biberón un poco caliente a un intento de asesinato.

        Tampoco.

        El tiempo de los estudios primarios estuvo repleto de buenos recuerdos y buenos momentos.  Se pasearon aquellos amigos olvidados, los compañeros del colegio, el Padre Andrés, a quien tanto quiso respetuosamente, el campo de fútbol sembrado de piedras, los efímeros recreos, las interminables vacaciones de verano…

        Todo superó con éxito el análisis escrutiñador.

        En visitas sucesivas desfilaron por la rememoración los pasajes graves y los nimios, y parecía que ninguno había dejado una señal larvada que ahora eclosionara, y a punto estaban de rendirse, culpando a los astros de la situación, o a algún mal de ojo, cuando un detalle de despedida conectó la señal de alarma del psicólogo.

        Dijo, sin gravedad, “lástima que no esté Lucía para arreglarlo”.

        – ¿Por qué no me ha hablado antes de Lucía?

        Lucía había sido un hito en su historia.  Ya sólo ocupaba un pequeño espacio en su olvido, adonde había sido intencionadamente desterrada, pero en otros tiempos se había adueñado de todo su presente.

        La había conocido sin quererlo en una fiesta casi multitudinaria, donde un anfitrión desatento les había colocado uno al lado del otro a pesar de que no habían sido presentados, y el largo tiempo que habitaba entre plato y plato les había llevado al inicio de un diálogo banal que poco a poco se había ido convirtiendo en confidencial.

        Rápidamente se creó una complicidad inusitada entre ambos, y un pequeño rato después ya no les importaba la descortesía de quien les invitó; entre el vino y el cava les convencieron de que no importaba que antes de ese día no hubieran tenido la dicha de confraternizar, y se convencieron de que tenían que tratarse más íntimamente, y uno de ellos, no recordaba cuál, le había propuesto al otro tomar un baño en un jacuzzi, y ya que ellos no tenían en ninguna de las dos viviendas, se fueron al hotel más plagado de estrellas de la ciudad, tomaron posesión de una suite, como dos ricos recién casados, y la llenaron de su desnudez y de más cava.

        Se pusieron a hervir en las burbujas de la bañera y llenaron todos los rincones de risas, sin dejar espacio para el pudor ni para la preocupación.

        Eran los dueños del mundo que se encontraba entre aquellas paredes.

        Sin contar con ellos, los besos se buscaron y se encontraron.  Los brazos se aferraron al otro cuerpo, las manos recorrieron caminos hasta entonces desconocidos, tímidos gemidos buscaron la boca para escapar, los labios se convirtieron en intrépidos viajeros exploradores de cuerpos ajenos, y peregrinaron hasta las copas incansablemente.

        El tiempo se quedó fuera.

        Más tarde, la noche llegó sin molestarles.

        Ellos se entregaron al amor, a la animalidad de los cuerpos, al abismo de los orgasmos, a la extenuación lánguida.

        Aquella historia de novela duró hasta que ella quiso poner el fin en un imprevisto momento que a él le pareció el más inoportuno, pues ya para entonces estaba irremediablemente enamorado.

        Suplicó con todo su saber.

Trató de conmoverla reinventado la poesía implorante, en la que se deshacía primero en sentimientos y en lamentos después.

        Creó las más bellas peticiones de su amor, las solicitudes lastimeras de otra oportunidad para reconquistar el reino de su corazón perdido; la colmó de agasajos, de lisonjas, de expresiones ciertas, de soles creados exclusivamente para ella; la llamaba en los gritos de su locura y en el silencio de su abandono; recurría a la intermediación de Dios, de Cupido, de San Valentín, del Hada Madrina o de cualquier intercesor más o menos válido que su mente trastornada le presentara.

        Lloraba.

        Moría.

        Nada ni nadie acudió a su salvación.

        Nunca pudo recuperarla.

        Y luego puso tanto esfuerzo en olvidarla, para que no siguiera matándole en cada pensamiento, en cada respiración, que había conseguido aislarse de la zozobra de sus sentimientos apesadumbrados y la había exiliado al reino de la amnesia irrecuperable.

        Y allí había estado hasta que su pequeño salvador la había hecho aparecer dentro de una frase: “lástima que no esté Lucía para arreglarlo”.

        – ¿Dejaste a tu rabia que se expresara?

        – No.

        – ¿Por qué?

        – Porque me pareció que era lo más civilizado.

        Aquel escuchador atento le habló con fe.  Sabía por estudios y por experiencias que la rabia necesita ser manifestada; que sólo se extingue por expresión, y no por represión.

        Dijo que “a la mierda lo civilizado cuando se habla de dolor”, afirmación que le pareció más humana que psicológica, y que “tiene pendiente un llanto amargo atrasado. Lo tiene atravesado en el corazón, y no estará tranquilo y preparado para seguir hasta que no grite su rabia en una queja que informe a todo el mundo, y al pasado, y al futuro, del padecimiento que le momifica el amor”.

        Le propuso llorar sin censura, sin consuelo, sin fin.

        Le expuso con claridad meridiana que el sentimiento de dolor inexpresado se convierte en un cáncer de alma.

        Le sugirió morir para renacer.

        Aquella tarde se fue a su casa con la revolución alborotando a su alrededor, sin atreverse a inaugurar una vida distinta, y sin atreverse a limpiar las huellas desagradables del pasado haciendo borrón y cuenta nueva.

        Temía la fragilidad de su fortaleza; temía caer en un pozo del que no pudiera salir por sus propios medios sin perecer ahogado en sus propios llantos ahogados; temía que el lloro fuera un diluvio infinito; temía que las lágrimas le mojaran la careta falsa de hombre duro; temía romperse y no poder salir entero para recibir al otro futuro…

        Todo eran miedos.

        Pero seguir con las emociones aletargadas, en esa apatía injustificada, tampoco le parecía el plan más atractivo.

        No se lo podía creer: el mismo hombre que poco antes desafiaba a la vida y al futuro desde su sonrisa perenne, ahora se aquietaba asustado; el hombre afortunado con los ojos más vivos y radiantes, ahora se asustaba de abrillantarlos con la limpia humedad de las gotas diáfanas; el hombre de la felicidad indestructible ahora se encogía ante la despertada presencia de un suceso aparentemente prescrito.

        No se aceptaba de esa manera, confundido por un algo sin presencia.

        Se consideraba víctima inocente de una venganza diferida de aquella Lucía de sus dolores, como si una maldición de un conciliábulo de brujas se presentara ahora para materializarse, como si todo el sufrimiento de entonces no hubiera sido nada más que la primera parte, y ahora que sus heridas parecían restañadas el demonio de la saña se cebara con él.

        Y prefería no enfrentarse a su situación doliente y negarla desde el refugio de la televisión, la bebida o el olvido.

        Pero no lo conseguía.

        La desazón, en una labor callada pero insistente, se seguía manifestando en un enorme vacío sin necesidades de ser llenado.

        Su presente, tan valorado hasta entonces, había perdido el interés por las cosas; alguna mañana se despertó asustado ante el temor a tener que ocupar todas las horas del día de alguna manera y no saber cómo.

        De ser posible hubiera tirado del hilo de su vida hasta adelantarla diez años, pues ese estado depresivo no se consolaba con nada, y sólo se dedicaba a malmeter, a despotricar contra todo y contra todos, a desganarle, a robarle la vitalidad a punta de tristeza.

        El viernes por la tarde tomó la decisión de encerrarse en su casa hasta el lunes, o hasta que desapareciera el anticristo de su indolencia, y se desconectó del mundo para sumergirse en su propio submundo, en su humanidad negada, propiciando el llanto pendiente con músicas y recuerdos.

        Creyó que se rompía.

        No sabía que la congoja rayaba el corazón, ni que los gritos del padecimiento dejan ácido en la garganta, ni que el pensamiento cuando duele es con un dolor de destrucción.

        Experimentó la muerte a pesar de seguir respirando, y notó cómo se le paraba el pulso aunque siguiera latiendo su corazón independiente, y comprobó el frío en los ojos, el vacío en la vida, el suplicio de los labios apretados, la tortura del pensamiento recriminador y el arrepentimiento profundo por no saber vivir y por no entender de expresar sentimientos.

        Se permitió en un arrebato humano gritarla, plagarla de insultos, recriminarla por su abandono sin motivo, reclamar castigo y destrucción para la egoísta insensible que había jugado con sus sentimientos, maldecirla para sus próximas mil reencarnaciones, y después del estallido, ligeramente calmado, lloró su ausencia, y le dijo cuánto había seguido amándola a pesar de ser pasado, y enumeró la cantidad de fragmentos en los que habían quedado destrozados su corazón y sus sentimientos.

        Volvió a llorar y a lamentarse, en una nueva recaída en la angustia.

        La estranguló en el pensamiento, pero cuando la vio muerta no se alegró de la justa venganza sino que enseguida la recuperó para la vida, y comenzó otra vez el martirio de asistir al conflicto entre su amor desconsolado y la razón, más fría y salvadora, que reclamaba la vida de su vida por encima de la muerte de ella.

        De pronto se le abrió el alma de la comprensión, se tasó con justicia y comprendió que valía más su descanso que su quebranto; sintió sin discusión que tenía legítimo derecho a su paz, y se la reclamó a sí mismo con autoridad.

        Pagó el precio de volver a repetirle, desde la furia que había estado censurada, que había sido injusta con él; que le había destrozado la sensibilidad; que le había roto su vida sin permiso y que no había sido sincera, que es el pecado más imperdonable.

        Y así lo hizo varias veces.

Cuando ya parecía sosegado, otro resquemor olvidado se presentaba a cobrarse su talión, e iniciaba otra vez el proceso de llamar a la imagen de ella para decirle y maldecirle cuanto le había hecho.

        Cada una de las siguientes recriminaciones fueron bajando la carga cruenta, hasta que muchas horas después pareció que todas las ofensas se sentían pagadas y ya no volverían a solicitar otro duelo de desagravio.

        Entonces, sólo entonces, se permitió dar de comer al hambre desatendida y bebió hasta emborracharse.

        Pasó varias horas actualizando el sueño atrasado, vencido por el cansancio, rendida su mente y su presente.

        Se despertó mal, pero bien. 

        Todo el cuerpo se sentía desordenado, como si no estuviera cada cosa en su sitio.  La cabeza pesaba más que de costumbre.  El pensamiento estaba vacío.

        Llegó hasta el sofá, se tumbó para continuar durmiendo; ahora el sueño de la borrachera.

        La segunda vez que se despertó se encontraba mejor.  Pensó en Lucía y no notó ningún dolor.  Sintió Lucía, con todo lo que ello quería decir, y evocó su imagen en el pensamiento.  Esta vez aparecía inocua, desenvenenada, desvestida de dragones, y como en un truco de magia la imagen se fue esfumando, difuminándose sin dejar cicatrices, borrándose al mismo tiempo que se llevaba todo cuanto de malo hubiera dejado.

        Volvió al psicólogo el siguiente martes; se presentó feliz, más soberano y más ligero.

        Llevaba en el rostro impreso el signo de la liberación.

        Le fue explicado que en cualquier momento podría volver a iniciarse el diablo de su pasado, la guerra de Lucía, pero que siempre sería mucho más plácido que esta vez, pues ya había comenzado el lento proceso de ir borrándose y algún día sólo sería una historia sin adjetivos y sin sentimientos adosados: una fría historia como la historia en las estadísticas.

        Para él fue suficiente con saber que había comenzado el fin, y que se estaba despejando el camino por el que podría volver a transitar enamorado, amoldando su mano a la mano de otra mujer, ciñendo otro cuerpo femenino, seduciendo sin miedos, amando sin frenos.

        Salió de aquella última sesión con una medalla puesta en la sonrisa, todas sus miradas hablando de felicidad, con ojos deslumbrantes. Y el alma… el alma… limpia.

Deja una respuesta