Tendrás que perdonar mi osadía, y mi inexperiencia, y que esconda mi miedo tras esta apariencia de seguridad que se desmorona si te quedas observándome fijamente.
Estoy temblando.
Te tengo frente a mí y me miras con esos ojos serenos que me cautivan. Me sonríes para tratar de contagiarme tu calma, perdonando mis torpezas, pero no soy capaz de salirme de esta inquietud sin bálsamo.
La primera vez que te vi me di cuenta de lo hermoso que eres, y lo bien que te quedan esas pocas canas repartidas entre tu pelo azabache. Después reparé en tus uñas inmaculadas, las manos de obispo, y el olor de bebé.
Más adelante, cuando ya te había tratado un poco más y no me sentía tan azarada en tu presencia, ni nerviosa como una colegiala, empecé a dejar de verte, solamente verte, y comencé a imaginarte.
Te imaginaba duchándote desnudo, o te pensaba sentado en el butacón de relax, oyendo a Verdi, como me habías contado en más de una ocasión, ausente del mundo, y te deseaba a merced de mi ansia y mi lujuria de ti.
Otras veces era capaz de transportarme con mi imaginación hasta una playa que sólo tú y yo habitábamos, en la que retozábamos con la seguridad de ser únicos en el mundo y teniendo fe en que el futuro que nos pertenecía.
Ahora, esta pregunta tuya para saber si estoy tomando nota de lo que me dictas me ha arrancado de donde estuviera y me ha traído a tu despacho, al presente, a la realidad, dejándome sin el final de la fantasía en nuestro mundo.
Te estoy hablando. Contesto a lo que me has preguntado, pero no abandono este monólogo interior con pretensiones secretas de que fuera un diálogo, o el principio de muchos diálogos que no tuvieran que ver con el trabajo, los pedidos, las reclamaciones, sino que estuvieran relacionados contigo, conmigo, con los dos, y que no nos separara una mesa ni una distancia jerárquica, sino que fuésemos lo mismo, y que la desnudez y el alma nos igualaran.
Te sonrío, qué otra cosa puedo hacer, para disculpar mi desatención. Me regañas levemente, diciéndome que aún estoy en la edad de volar.
Sé que evitas verme como mujer.
En más de una ocasión he deseado que me insinuaras algo, como dicen que hacen todos los jefes con todas las secretarias, pero no ha sucedido.
Esa tu elegancia y ese saber sonreír continuamente a pesar de los problemas que van surgiendo a cada momento me animan a seguir alimentando mis deseos de ti, porque eres la persona con la que se puede estar en paz, descansando, dedicándose en exclusiva a ser feliz.
He soñado millones de veces cada día con que se me aparece el hada que cumple mis sueños. Tengo escrita en la memoria la LISTA DE LOS TRES DESEOS, aunque intentaría negociar hasta los cien. Por supuesto que me conformaría con uno, porque sólo tú eres mi único deseo.
Te escribo estas cartas mentales multitud de veces, con pequeñas variaciones. Sólo me falta teclearlas, imprimirlas, entregártelas en mano, una por minuto, y sentarme a esperar. Como me dan mucho miedo las respuestas, no lo hago.
Las tengo en mi memoria. La volteo una y otra vez. La inicio con encabezamientos distintos, las recito continuamente, para ver si tengo la capacidad de la telepatía y consigo hacerlas llegar a tu mente. Las sueño cuando tú no estás y casi se han convertido en una obsesión.
De este modo me hablo a mí, porque creo que nunca me atreveré a permitir que sepas mis pensamientos, mis miedos, mi amor, esta desazón y esta alegría que me recorren en un silencio exterior y un terremoto interior que asola cuanto de calma imaginaba que había dentro de mí.
Cerca de ti estoy viviendo una miríada de sensaciones distintas. Mis pensamientos se me escapan, se hacen autónomos. A pesar de querer hacerme cargo de ellos, no lo consigo. Me paso el día enredada en la obsesión de abstraerme del mundo para concentrarme en ti.
Sólo te pido, desde el silencio de esta mirada, que seas capaz de entenderla, que leas el brillo, que adivines lo que no dice, que comprendas que no puedo gritarte lo que siento, que tengas la intuición más atenta y que te des la oportunidad de descubrir cuánto amor y cuánta pasión anidan en este corazón que tanto te ama.
– Ya está… ¿Lo ha anotado todo?
– Sí, Don Ramón.
Abandono su despacho, y vuelvo a empezar.