No ha pasado un solo día desde aquel trece de mayo de dos mil tres en que no me haya arrepentido de no haberme levantado del asiento -aunque el comandante del vuelo había pedido que nadie se levantara hasta atravesar las turbulencias-, y de no haberme acercado hasta ti, de no haberme sentado a tu lado y haber cogido tu mano, tu miedo, tus lágrimas, y haberte consolado de algún modo.
Varias veces estuve a punto de hacerlo, deseando hacerlo, pero pensaba que quizás en aquel momento lo que te apetecía era esconderte, que nadie supiera lo asustada que estabas, y por eso hice como que no me enteraba de tu estado, aunque te vigilaba por si acaso tu alteración fuese a peor.
Estabas muy atractiva con aquel traje de chaqueta, el pelo rubio en un revuelo ordenado, los ojos bellos a pesar de estar anegados por el llanto, tus manos impecables retorciéndose a sí mismas, y aquel “algo” que me pareció adivinar: a pesar de ser una mujer directiva, sin duda, acostumbrada a mandar, a demostrar dureza, en aquel momento eras solamente una mujer que necesitaba fortaleza.
O quizás solamente eras una niña y aquel murmullo amortiguado no era una oración sino que era una llamada de protección a tu madre.
Pensé eso y muchas cosas más.
Por ejemplo, que si me acercaba a ti pudieras pensar que sólo pretendía seducirte, o impresionarte con una serenidad de la que yo también carecía, porque también estaba un poco asustado.
Después pensé que si el avión se iba a estrellar era mejor que sucediera estando a tu lado.
No me levanté.
Me debatí en una pelea confusa, un ir y venir de acusaciones, reproches reiterativos, lo mismo de siempre, y, como siempre, actuando del modo opuesto al que me sugería el instinto.
Nunca sabré si tú querías compañía, y que cualquier desconocido, como lo éramos todos los que viajábamos, se acercara a ti y te ofreciera una mano de hierro a la que agarrarte con toda tu desesperación, una mano a la que confiarte, otro ser humano que acunara tu pánico con cuidado, que te guiara, como si fuera un ángel, a un aterrizaje feliz.
Sí. Suponía que eso era lo que deseabas, pero no lo pediste y yo no te lo ofrecí.
Después, cuando por fin llegamos al aeropuerto, dejaste de ser una mujer asustada, borraste con el dorso de tu mano el rastro último de la última lágrima, y retomaste tu porte altivo, la seguridad en la mirada, el paso firme. Renaciste.
Te vi alejarte y me quedé con un remordimiento que no me ha dejado descansar desde entonces.
Mientras te alejabas, soñé que si hubiera estado a tu lado en aquellos momentos que ya habían pasado, ahora me invitarías a tomar una copa, quién sabe si me pedirías mi teléfono para invitarme una noche a cenar, y te hubieras evitado la mitad de lo que pasaste.
Sin duda habrás olvidado aquel vuelo, y habrás hecho muchos más, pero una parte de mí sigue anclada a aquel día. Es una parte de mí que a veces me trata de un modo generoso y me dice que aprenda la lección, y que la próxima vez que me pase algo parecido actúe del modo correcto.
No sé cuánto tiempo habrá de pasar hasta que todo esto se empiece a diluir en el tiempo.
Deseo que se espacien los muchos regresos a aquel viaje, y que sea capaz de perdonarme.