De haber sabido entonces que los amores fatales son mayoría,
ella no hubiera cruzado aquella calle a la búsqueda inconsciente de su destino.
Las hojas señoreaban el aire ejecutando un ballet aparentemente casual, del todo improvisado. El sol parecía tener un día rutinario. Los pájaros sólo pensaban en buscar comida.
Nada hacía presagiar que al otro lado de la calle, Antonio Nieto, que en ese momento parecía a merced de su propia desatención, estaba puesto por el destino con la intención de que poco después tropezara con Viena Diéguez, y la levantara del suelo deshaciéndose en disculpas.
– Fue cosa mía que soy muy distraído, disculpe señorita, ¿se ha hecho daño?
– No, -dijo ella.
Porque no se había hecho daño en el cuerpo, pero quizás sí en el corazón, porque fue mirarle, mirar ese aire de poeta del siglo diecinueve o de niño grande que acabara de crecer, y quedar prendada y prendida con los lazos indescifrables con los que el destino anuda a dos personas sin que lo noten.
– Me llamo Antonio -dijo él como si con eso solucionara lo que acababa de ocurrir, como si fuera el salvoconducto que le habría de perdonar-, ¿y usted?
– Yo, no -respondió ella.
Quedó hechizada, alelada, desatenta de sí misma y la pregunta, sólo pendiente de lo que pasara en los próximos instantes en los que, estaba segura, nada podía hacer que no estuviera ya decidido.
Antonio Nieto intentó de todos modos que su monólogo de preguntas derivara en diálogo, pero no lo consiguió.
Ella comenzó a elevarse al cielo del desconsuelo ante la atónita mirada de los viandantes, ante la asombrada mirada de él, y no volvió a apearse hasta que sesenta años más tarde, un día festivo en el que la muerte no debió trabajar, se presentó de improviso y la mudó al Cielo.
Hasta entonces, malvivió de la añoranza de aquel encuentro que no siguió el curso previsto, sino que fue malbaratado por su vergüenza, y por no decir, como estaba escrito en el guión del destino, para compensarme debería invitarme a un café.
Pero eso no era de señoritas decentes, como le había reiterado su madre en demasiadas ocasiones. Se sacudió el poco polvo del vestido y, aunque entonces no lo sabía, le miró por última vez, y con la certeza de que no estaba haciendo lo correcto, emprendió, con aire casi altivo, la huída.
Antonio Nieto olvidó el incidente exactamente un segundo después, porque retomó su prisa para poder llegar al tren en el que iniciaría un viaje que le llevaría a otro continente; viaje que hubiera anulado gustosamente de haber encontrado un corazón femenino que le hubiera amarrado.
Ella, en cambio, pasó las siguientes sesenta años con el alma en vilo y los ojos espantados, sin poderlos cerrar, recriminándose continuamente por lo que no había hecho.