Dedicatoria

“PARA CARMEN, QUE REINA EN MI CORAZÓN” 

Alberto.

Había ideado cientos de dedicatorias para Carmen, pero escogió ésta.

Se esmeró en hacer las letras del mismo tamaño y fácilmente legibles. La pluma, siguiendo el vaivén que le imponían, trazó aquel camino de palabras en las que vivía una atormentada y silenciosa declaración de amor. Notó, con desagrado, que esa letra de molde no era suya.

Puso un punto al final de su nombre, a pesar de que su amiga grafóloga le había dicho que era mejor que nunca lo hiciera, pero él lo sentía como un punto y final, aunque el pensamiento pecara de ser demasiado metafórico.

Se quedó mirando el libro atento a su agitación interior, a lo que le provocaba.

Mientras estuvo inmerso en su escritura, disimulando en todo momento que realmente era la confesión de amor de un tímido, no se dio cuenta de que era, además, la recopilación de todos sus amaneceres bañado en una nostalgia de emigrante, de sus montañas de minutos decepcionados, de todas las palabras que nunca le dijo, y de todas las lágrimas que brotaron silenciosas como las semillas, y de las que requirieron que fueran apagados sus estruendos. No quiso pararse a pensar que al escribir todos sus estados de ánimo los convertía en inmortales, y los hacía más amplios y más duros de sufrir.

Mientras se vertía en los folios, convirtiéndolos en confidentes involuntarios, en notarios de sus sentimientos, no estuvo atento al discurrir de la vida, que cada vez alejaba más a Carmen, o cada vez le alejaba más de Carmen.

Vivió su amor en la ficción del poeta que se cree indemne, a salvo en sus poesías, pero acaba víctima de sus fabulaciones.

En cada uno de los folios se podía leer su corazón.

Cada frase era otro drama resumido.

Cada palabra había sido escogida entre el abanico de palabras que hablan de sufrir.

Cada letra era una espina.

Durante los cuatro largos meses que le llevó llegar hasta el final de su lamento escrito no salió de la obsesión de decirle al papel lo que tendría que decirle personalmente a ella.

Si se hubiera atrevido a ponerse frente a frente, y le hubiera dicho con voz sonriente todos los alborotos que se organizaban en su alma cada vez que aparecía el recuerdo de ella, o el nombre, o la mirada, o su rastro, otro devenir hubiera ocupado su destino, pero insistió en un romanticismo innecesario de amor idealista, de sufriente dieciochesco. Acalló la voz de su corazón, e insistió en la voz de su tortura.

Carmen entraba en su pensamiento y en sus sueños con la llave maestra que le otorgaba el haber acaparado el amor de Alberto aunque no hubiera hecho otra cosa que cruzarse delante de él, sin premeditación y sin darse cuenta, despertándole de un letargo perpetuo, o haberse sentado en una mesa contigua a la suya en el Café Habanero, o haber acudido a las nueve a la misa dominical ocupando el banco precedente, exhalando un aroma agradable, de planta selvática, según definió él en la página treinta y tres, o haberle sonreído por cortesía cuando les presentaron en la fiesta de cumpleaños de Dorotea Márquez.

Ella desconocía el papel de amante inalcanzable que representaba a cada instante en el pensamiento alborotado de él; no sabía que le hurgaba en el ánimo con hierros candentes, ni que dejaba un reguero de padecimiento cuando su nombre le habitaba en los labios, ni que era amor y dolor al mismo tiempo.

Vivía en su cotidianeidad sencilla de mirar los amaneceres, saludar a la gente, cuidar a sus familiares, y rezar para que se cruzara en su camino un hombre sin recovecos, de corazón alegre, con una sonrisa inmaculada, que se enamorase de su sencillez de mujer sin dobleces y la hiciese feliz como cualquier princesa.

Se levantaba cada mañana con la misma oración en los labios, oración de agradecimientos y felicidad, y entonaba una canción de patio de recreo, una canción plagada de mariposas y primaveras, y el sol en el cielo albergando músicas, y enfilaba el día con ilusión y curiosidad.

Mientras, Alberto se esmeraba en ir reuniendo sus quebrantos para escribirlos.

Lejos de ponerse a colaborar con el destino y luchar a favor de un porvenir en pareja, se conformaba con expresarle sus lamentos a los folios, respetando las mayúsculas e insistiendo en las tildes, y rebozándose en su propia conmiseración; lamiéndose, como un animal, sus propias heridas.

Así fue acumulando páginas y páginas dirigidas a la misma ignorante destinataria: una declaración de principios rotos, el relato de un destino inalcanzable, los aullidos nocturnos de un amor censurado, la voz que prefería romper el nombre de ella antes que pronunciarlo, y las cicatrices que quedaron en su corazón cuando quiso arrancarla. Pero ni siquiera en los momentos de lucidez era capaz de salvarse de su naufragio, y reincidía con obstinación en la misma crueldad.

Carmen, en cambio, era un canto a la vida.

Siguió en su mundo, con su conciencia de ángel, ajena a lo que provocaba en aquel hombre, y nunca supo que al final de los cuatro meses que estuvo escribiendo, cuando sintió que ya había vaciado sus más importantes dolores, imprimió aquel libro de quejas, escribió de su puño y letra la dedicatoria, “Para Carmen, que reina en mi corazón”, puso un punto detrás de Alberto, y lo depositó con cuidado, sobre los troncos que ardían en la chimenea, ajeno a su propia lágrima.

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