Esta mañana, como casi todas las mañanas, he sentido la necesidad de acercarme a la mar. Yo puedo decir la mar, porque los pescadores, que saben de mi amor hacia ella, me han autorizado a llamarla como sólo ellos pueden decir: la mar.
Me gustan los amaneceres despertándose sobre ella, ver cómo la doran de amarillo unas veces, y cómo la enrojecen otras.
En el mismo borde del acantilado, una silueta menuda se recortaba en el horizonte.
Resultó ser una anciana vestida de luto riguroso. Hasta las lágrimas que recogía cuidadosamente en un pañuelo me parecieron negras.
– He venido a ver a mis hijos –me dijo mientras apuntaba con un dedo hacia la mar- están por allí… pero nunca sabré dónde.
No encontré qué palabras decir.
– La vida de la mar es muy dura y tiene mucho peligro –me dijo- Se hunde un barco y… no hay nada que hacer.
Supe de qué me hablaba. Ya he tenido que asistir a unos cuantos entierros de cajas vacías.
–Mire, señor –me dijo- si usted aprieta el dinero que se gana en la mar, escurre lágrimas y sangre.
Después lloró otra lágrima, tenue, porque los llantos ingobernables los había vaciado mil veces, aderezados con truenos de lamentos, con quejas de incomprensión, con insultos y maldiciones.
Me miró con su mirada de agua buscando mi consuelo; buscando que le diera esperanza ya que no podría darle la vida de sus hijos.
– Eran dos –me dijo.
Entonces doblé mi conmiseración, porque si es doliente que te roben un hijo, más doloroso es que se lleven dos futuros, dos estrellas, más de la mitad de lo que eres.
– Y les quería más que a mi vida –me dijo.
Retomó el lloriqueo cansado, desbordó las lágrimas sin ganas, y cerró los ojos para no ver su presente; se escondió en el refugio de sus párpados cerrados para que la muerte, su enemiga más cruel, no la encontrara y la siguiera vaciando de amor.
– Menos mal que me queda mi marido, aunque no me va a durar mucho –me dijo.
Habló de todos los males de su edad, de los achaques tan obstinados, de la desgana que la vencía, de su marido en la cama desde que aquella enfermedad le robó la salud, y de un futuro que no deseaba.
– Mejor si Dios o el diablo me hubieran llevado a mí, en vez de llevarse a ellos –me dijo.
Entonces fue cuando pronunció el silencio más sentido, cuando se marchó al pasado, donde se guardaba la única felicidad de su vida; entonces fue cuando perdió la mirada y se perdió tras ella dejando su cuerpo conmigo.
¿Para qué interrumpir aquel silencio?
Mi cobardía me tentó con una propuesta cómoda: marcharme y dejarla en su mundo tan poco mundo.
Había agotado mi breve repertorio de consuelos cuando le dije lo siento, y me estaba contagiando de su tristeza hasta casi despertar mi aflicción más doliente.
Su pena ya casi era mi pena.
Su vacío era un vacío para dos.
Puse mi mano en su hombro, con cuidado, y después, en un feliz arrebato, la abracé como si yo fuera uno cualquiera de sus hijos, o los dos, y le susurré al oído madre, te quiero, y ella entonó en respuesta yo te quiero más, hijo mío, como les habría dicho tantas veces, como tantas veces habría sentido. Cegada por otras lágrimas distintas, se aferró a mí con desesperación, con la fiera codicia de quien no quisiera perder otro hijo.