La muerte se vestía
con cualquiera de sus mil vestidos
de ramera o de asesina,
o se disfrazaba
de algo inocuo y manso,
y entraba sin llamar a la puerta,
se tumbaba en la cama
al lado de su elegido,
le tocaba en el hombro,
vámonos,
decía con su voz sin piedad,
¿podemos negociar?,
le preguntaba desde la desesperación,
no, te doy unos minutos,
condecía,
y no eran minutos eternos como es ella,
imperturbable, constante, sempiterna,
sino los dos o tres últimos suspiros;
apenas da tiempo a decir adiós
con su mismo silencio de muerte en la voz
y se le da la mano,
a desgana
y se muere,
por primera y última vez,
a desgana.