Aquel triciclo con su asiento desvencijado,
la rueda delantera un poco coja,
su aura desconchada -para mí iridiscente-
y su llamada tentadora
marcaban mi destino
-abocado más a ser sueño que realidad-
que en aquel momento era pedalear un rato
y después alzar los dos pies
para que el impulso se hiciera cargo
de que pudiera seguir corriendo.
Soñar era el verbo que más usaba entonces.
Tenía seis años de inexperiencia
en esto de vivir y en esto de la vida.
Mis pensamientos eran tan pequeños como yo.
Los días eran largos como los años para un anciano.
Las risas me acompañaban siempre
y el miedo sólo de noche.
Aquella espada sin sangre,
aquél balón un poco fláccido,
aquél libro leído mil veces,
aquella vida llena y vacía de mí.
Los recuerdos son la vida del pasado,
sin ellos el pasado moriría.
A veces aparecen pensamientos impolutos,
incluso con más vida que entonces,
con su espontaneidad intacta
y su olor tan agradable;
entonces la nostalgia se emociona
y mis lágrimas al llorar le dan la razón;
una sonrisa triste me define,
un silencio inquebrantable habla por mí,
me agazapo como puedo
y regreso con la mente al pasado
con la intención imposible
de quedarme allí.