Lelos

Descendía por la escalera con paso firme.

Lo había ensayado tantas veces en su imaginación que lo hizo de un modo que parecía casi natural. Un poco sobreactuado quizás, pero poco.

Al final de la escalera le esperaban el gesto atolondrado, la cara alelada, el aire infelizote, y la parsimonia cachazuda de Juan Ribera Rivera.

No había en toda la comarca otra pareja más desigual.

Ella era Marquesa en potencia, una Reina si la dejaran, la sofisticación provinciana, más querer que poder, alta y delgaducha, o sea, desgarbada.

Él era lelo casi profundo, de una sencillez insultante, con unas miras minúsculas, un bajito gordo de ciento veinte kilos, calvo y bigotudo. La memez en su máxima expresión.

Por una de esas malas jugadas del destino se habían encontrado y se habían gustado. Luego, la casualidad fue entrelazando sus caminos, les engañaron con un remedo de amor, y se creyeron felices y predestinados.

El resto fue fácil: seguir viéndose, embobarse con cualquier palabra del otro poniéndole un marco romántico y dorado, confundir el frío de la noche con los escalofríos del amor, y el deseo de estar juntos con la calentura de hacer el amor a destajo.

Marina Marín Martín se consideró afortunada por haber sido agraciada con un amor mejor que el de sus amigas sin amor, y se esforzó de un modo consciente en cuidarlo y prosperarlo, como si hubiera sido una orden indiscutible o un mandato divino.

A los pocos días de aquel otro que les reunió por primera vez, ya empezó a dejarse perder por los farragosos caminos de los amores irreales y se entregó con fe a la labor inútil de poner fantasía donde no la había, y sembrar ilusión en las horas muertas que pasaban uno al lado del otro, pero no juntos.

Así que idealizaba cualquier gesto de él, hasta el más torpe, y las palabras de él eran palabra de ley, hasta la más inútil; el vuelo lógico de una golondrina era un buen presagio del destino, y si se cruzaba un niño o había una nube en el cielo o el agua caía hacia abajo eran señales que confirmaban que eran el uno para el otro y que la vida se había confabulado con la felicidad para cuidar de sus intereses.

Mientras, en lo que ella no quería ver, había un tropel de gente que se giraban con sorna al verles pasar tan amarrados del brazo, al oírles reír la risa extravagante, al verles en la nube baja de su inocencia.

No le importaba: el mundo era sólo de ellos. 

Marina siguió bajando las escaleras.

Otro peldaño más.

Abajo le esperaba, vestido de novio, sudando como si estuviera atravesando el desierto, Juan de su alma, Juan Amor, Juan Maravillas que convertía la nada en oro, Juan ya casi esposo que la mantendría, hasta que la muerte les separase, en un estado mágico de cuento de hadas con final dichoso, sonriéndole con su sonrisa ortopédica, mirándola con los ojos ciegos de su no saber ver, con un corazón artificial que amaba sin amor, con un ramo de flores inocentes, con una promesa que ratificaría ante el cura notario en la Iglesia.

Y ella, feliz.

La mujer más feliz del mundo.

La mujer más feliz del mundo bajando por las escaleras de su portal hasta la calle, donde la esperaba una comitiva de chismosas, un coro de curiosas, una grillera inaplacable, y un amor de pega. 

El vestido era radiante, extravagante, rococó, escogido con un excelente mal gusto, impecable para que el vocerío creciera en intensidad cuando se asomó por la puerta y se expuso a la luz de la crítica. Mereció la pena la espera porque hubo comidilla para los mentideros en los siguientes años cada vez que hubiera que hablar de vestidos de novia.

Subieron ambos al coche.

Llegaron a la Iglesia donde les esperaban familiares y conocidos que les bendijeron con parabienes y esperanzados buenos augurios.

El cura se limitó a leer el formulario y repitió sin entusiasmo lo que el texto ordenaba y deseaba a los contrayentes.

Se prometieron frases hechas, se besaron sonrientes, se creyeron eso de que a partir de ese momento todo sería maravilloso, posaron disciplinantes para el fotógrafo y salieron a por un chaparrón de arroz. 

El futuro fue benévolo con ellos.

Una vez enfriados los sofocos del enamoramiento, les dio lo poco que pidieron.

La vida se tuvo que esforzar poco.

Para siempre, lelos.

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