Cartas a mi ex

El primer día que reunió la fuerza suficiente para encararse a su realidad, de frente y a plena luz, se llevó otra pena a su vida.

        Observaba, desde hacía tiempo, que envidiaba la felicidad y el amor de las parejas, lo que Sonia y él fueron años atrás, y que anhelaba con todas sus ganas y todos sus deseos una mujer a la que poder entregar la suma total de su amor, y con la que compartir sus caricias.

        Pensó, como ya había pensado más veces, que estaba harto de hacer el amor (más bien deshacer el amor, decía) con las agravantes de alevosía, nocturnidad y descampado, en el asiento trasero de su coche con cualquier desconocida.

        Sus contactos con mujeres, más bien pocos y casi ajenos, duraban lo que la borrachera. Al salir de los efectos se arrepentía y se prometía no caer otra vez en ese desamor, ese intercambio de besos alcoholizados, de caricias tambaleantes y de penetraciones a media asta, para acabar usando el repertorio clásico de “he bebido demasiado”, “es la primera vez que me pasa”, y el tranquilizador y definitivo “esto le puede pasar a cualquiera”.

        Sus compañeras ocasionales no tenían en esos momentos capacidad en su cerebro, desbordante de ebriedad, para almacenar, clasificar y comprender sus palabras, trastabilladas entre el acento borracho y el tono caído.

        Si acaso, acababan pensando, al salir del trance, que todos los hombres son iguales, que sólo piensan en ellos mismos  y que no sé para qué me dejo liar si al final siempre acabo en lo mismo.

        Así contado, suena mal, deprimente, casi rebuscado, pero su verdad no era otra.

        El caso es que sí era agraciado por los encantos naturales.  Ni bello ni deslumbrante, sí poseía el hechizo de la picardía; unos ojos vivos, desparpajo, un repertorio amplio y actualizado de los mejores piropos, conocimientos de los trucos para encandilar a las mujeres, y una gracia, entre natural y divina, para que le encontrasen deseable.

        Por desgracia para él, esos dones permanecían en desuso o borrachos, y quedaban escondidos tras la mueca que le cinceló Sonia al abandonarle.

        Se quedaba frío y distante frente a las que aún no le conocían y le soñaban como compañero.

        Y no era miedo.

        Era, y lo sabía hasta su consciencia, que le encantaba sentirse mártir y desgraciado. Y bien que le pesaba. (Es un encantamiento maldito de bruja mal parida, era su mejor definición).

        ¡Si supiera dónde está el temperamento que hace luchar por uno mismo!…   Si fuera capaz de comprender hasta gemir y rendirse, hasta gritar “¡perdón por ser así!”; si fuera capaz de dejar esa naturaleza de ese momento como se deja una colilla en un cenicero; si fuera capaz de ponerse frente a un espejo y escupirse el veneno, insultarse, mirarse hasta que él o su reflejo empezaran a llorar con llanto desquiciado, y tras un monólogo interior se dijera de rencores acumulados y desesperaciones, se odiara con toda la fuerza que se puede a alguien que te ha hecho mucho daño, y se lanzara un puñetazo que se estrellara contra el cristal reflejante y partiera a esa persona en muchísimos pedazos, quedando del todo irreparable, nada, nadie… entonces, sólo entonces, quedaría la posibilidad de recomponerse a sí mismo con la fórmula original.

         ¡Dios!

        ¡Volver a ser quien fue…!

Sería bueno.

        Pero le pesaba tanto la derrota…

        Dolía tanto haber pasado por donde pasó, haber vivido esa experiencia de condenado, ese pesaroso regalo, ese abandono indeseado, que algo dentro de sí le ofrecía la muerte como mejor solución, la borrachera como evasión provisional, y el resentimiento como motivo de vida hasta encontrar la fuerza y la ocasión para tan maravilloso trance.

        “Sin vida no hay problemas” dogmatizó como si lo hubiera comprobado.

        “La muerte de la vida es la vida de la muerte” jugó a inventar frases célebres.

        “El amor es como el mar: a veces te regala un maremoto”, agregó totalmente idiota y creyendo que reunía en sí el Conocimiento Absoluto.

        “Ay, mi amor, sin ti no entiendo el despertar”, dijo, creyéndose el padre de la frase que copiaba de una canción.

        “Quién me iba a decir que el destino era esto…”, le pidió prestado al poeta para rematar la serie.

        Su sentimiento, triste, llamó a las lágrimas.

        Éstas, con práctica reciente, acudieron a inundarlo en su derrota.

        Las lágrimas del dolor son la forma visible de demostrar nuestro desagrado ante las cosas. Las lágrimas nos recuerdan que seguimos siendo humanos y sensibles. Las lágrimas, sensación licuada, diluvios concentrados, dolor hecho agua, dijeron lo que eran al saltar suicidas desde el lagrimal hasta el suelo.

        No.

        No quería seguir engordando lo que enemistaba.

        No deseaba ser por siempre taciturno, endeble, malacara.

        Pero era una batalla triste la que emprendía, retahíla trillada, bis continuo, aburrida y desesperanzada. Batalla de esponja, de algodón, de nada. Batalla a un solo contrincante ya que él no se presentaba.

        Quizás hubiera necesitado encontrarse con sus veinte años, hablar con ellos, verse usándolos y rememorar aquella confianza.  Quizás sintiendo otra vez la sangre y sus consecuencias, dejándose llenar sin defensas, podría retomar los días más venturosos.

        Pero algo le decía que su vida no era de recoger premios.  Le había tocado conocer la otra cara. Se veía mayor y desarrapado huyendo de su pasado, o sea, viviendo siempre en su pasado para recordar que quería escapar de él.  Mal chiste.

        Se sorprendió llevando dos vidas: la de diario, cara al público en su trabajo, donde no llegaban a enterarse de quién le andaba por sus adentros y qué le partía el alma, y la vida oscura, la que se escondía entre las cuatro paredes de su casa o en la impunidad consentida en las noches de los fines de semana, bebido, para que descansaran sus tensiones y se ahogaran sus desgracias que, siempre, ¡mierda puta!, flotaban.

        A más bebida, menos horizonte.

        A más bebida, más desesperanza.

        A más bebida, menos fuerza para llegar a la próxima mañana.

        El único apunte festivo fue cuando conoció a Rosaura.  Rosa, decía ella; para él, Aura.

        “Aura: viento suave y apacible que ha rozado mi vida…” recitaba profanando el mundo de la poesía.

        Aura le acompañó en la creación de momentos de lucidez y de calma.

        Sólo entonces él volvió a creer en él.

        Compró flores.

        La esperaba.

        Cogía sus manos como a un recién nacido.

        La miraba.

        Diseñaba sonrisas nuevas con la boca.

        Recogía el eco de su voz y lo guardaba.

        Amaba.

        Por fin, a otra mujer que no era Sonia, amaba.

        Escribía ese nombre, con un dedo, en el aire; lo veía con mil tipos de letra, lo dibujaba dentro de un corazón, lo soñaba…

        Recorrió con ella toda su vida: le contó cuando era crío, cuando se vino a vivir a Barcelona, la mili, Sonia. El noviazgo. La boda. Los años felices. La primera noche que ella faltó y la sonrisa que se le grabó en la cara. Ropa nueva más atrevida. El pelo teñido. Las llamadas. La muerte del diálogo que había ido desapareciendo poco a poco. Más noches ausentes. Y todo lo que él se atormentaba.

        Aura empezó a malquerer a la mujer de la que le hablaba; quiso meterse en su pellejo, imaginar qué pensaba, cuál fue el motivo, por qué se rompió el nido, por qué ella no le amaba.

        Pero decidió quedarse aparte. Enamorarse, o, por lo menos, tratar de querer a ese hombre tal como se lo había encontrado.  Sin pensar en pasado, sin imaginar cosas de antes. Como si fuera recién creado y carente de errores, frustraciones y traumas.

        Quiso que tuviera la experiencia de mil historias anteriores, que tuviera el saber de las caricias que entregó, de las veces que hizo el amor, que supiera amar y enamorarla, pero que otros saberes amargos desaparecieran al contacto con el presente y se esfumaran hasta no quedar ni su aroma, ni el recuerdo en la memoria, ni un apunte en una mirada.

        Aquello no duró mucho.

      Cuando consumieron el enamoramiento y comprobaron sin asombro que de todo ese esfuerzo no había nacido un amor consolidado, comenzaron la etapa de las resignaciones.

        Ella le entregó cuanto de bueno se puede dar a cambio de saber que él estaba con ella, y nada más, y que, a su manera, aunque sólo un poco, la quería.

        Había llegado a esa edad en que una ya no cree en el amor, o, como mucho, cree que existe pero para otras personas.

        Como un invierno se conforma con el mínimo destello de sol, ella se conformó con ocupar la boca de él al pronunciar su nombre, la esquina de la cama y las sobras de la sábana.

        Poco más.

        Ella esperaba con una paciencia rebelde hasta que volvía bebido y evasivo. Había retomado sus costumbres menos buenas y compartía con sus amigos el tiempo que le robaba a ella.

        Poco después, un día de tormenta que él no escapó de casa, Rosarua comenzó a gritos un monólogo desconsolado cargado de reproches y, lo más trágico, de realidades.

        Él no permitió que se le moviera nada por dentro. Los oídos cumplieron la orden de no permitir la entrada de ninguna palabra, y no llegó hasta él aquel “me marcho” plañidero que a punto estuvo de morir ahogado entre congojas.

Se quedó sentado cara a la pared hurgando en un recuerdo. Era del día que salió tras Sonia porque sospechaba que iba a ver a otro hombre. Voló hacia atrás y allí la encontró, con él.

Escondido por la esquina, aprovechó para mirar hacia la otra parte de la calle, empujado por una curiosidad que no hubiera deseado. Retrocedió nervioso tras lo visto, diciéndose con voz inexistente que tenía que haber vencido la tentación. Pegó su espalda a la pared, clavó en ella las uñas intentado crearle grietas, o hacerle daño al cemento y al ladrillo, como quería hacerse a sí mismo.

Dibujó la mueca más triste que pudo expresar, apretó párpado contra párpado como en una amenaza de no separarlos nunca jamás; sus uñas ascendieron por la pared dibujando rayas casi paralelas, secas al principio y teñidas de rojo después.

Las lágrimas se fueron agolpando tras la recia muralla de los párpados, peleando por salir, hasta que éstos, obedeciendo al instinto, se abrieron.

La desbandada líquida le cogió de sorpresa y no pudo hacer nada más que seguir mudo y prestar el camino para que se deslizaran hasta el suelo, que las aceptó.

Fue entonces cuando sintió la herida grave de las rememoranzas. Fue entonces cuando le atacó ese segundo escaso que archiva todos los ratos buenos y los motivos que llevan a una situación, y se los vomitó dentro; y le mostró con imágenes de pinceladas veloces otros momentos que fueron muy buenos; le repitió en el oído profundo palabras de amor con tono femenino, promesas, susurros, gemidos; y luego, ese mismo instante, conciencia resumida, le condenó a un futuro de reproches propios y amarguras, y le clavó insultos en los ojos para que tuviera que verlos constantemente, a cada rato, con cada mirada.

Se replegó hasta llegar a lo más profundo.

Se escondió de las miradas ajenas sin moverse del sitio.

Se convirtió en un cuerpo quieto que volvió a cerrar los ojos para que nadie pudiera ver a través de ellos su intimidad.

Viviendo en su interior, ajeno a otras penas, llevó su vida hasta el momento en que conoció a Sonia.

Se le presentó ocupando toda la pantalla, como si fuera una película: unos ojos azul cielo grandes y una mirada pura.

Luego, la cámara del recuerdo se fue alejando, hacia atrás, para presentar el conjunto de su cara y un cuerpo que sólo le permitían ser una más del montón.

Sus pechos grandes nunca llegaron a serlo.

Su altura llamativa se terminó antes de tiempo.

La rotundidad del conjunto no llegó a formarse.

Pero se enamoró de ella… 

Acabó abruptamente con el recuerdo y regresó a su presente.

Se llenó de preguntas huérfanas de respuestas.

No averiguó por qué le había pasado todo esto.

Dios escuchó las quejas sin hacer nada por defenderse.

        El cansancio le quiso llevar al sueño, que esa noche tuvo dificultades para entrar en él. Tras un tiempo equivalente a mil horas de esperas e interrogaciones, tras llantos y llantos, descansó de la tortura entre sueños desordenados.

        Al día siguiente, después de una mañana que se le escapó entre pensamientos, rescató de una caja precintada las primeras cosas que escribió cuando Sonia se marchó.

        Entre fotos que no quería volver a ver y algunas cosas que estaban unidas al recuerdo de ella y a su paso por el matrimonio de los dos, encontró la carpeta marrón que se llamaba, según indicaban las letras del rotulador, “CARTAS A MI EX”.

        Dentro, folios sangrantes acumuladores de odio, una lágrima seca que un día reventó contra lo escrito, solicitudes al destino para que acabara con su vida, reproches para él y para ella, y amor y desamor a raudales.

        El primero era una súplica trágica a Dios para que siguiera alimentando ese resentimiento que tenía en ese momento, que por favor no permitiera al tiempo que lo enfriara; que le diera fuerza y perseverancia en el trabajo de odiar; que le robara el corazón suficiente para seguir siempre como estaba entonces; que le resecara lo que de buena persona tuviera para seguir destilando amargura y desencanto, y aferrado a la ceguera de futuro y cosas mejores.

        Ahora, hoy, le dolió haber pasado por esa etapa, se escondió de su propio reproche: ¿Cómo pude pensar así?

        Ahora, hoy, pasados unos años, los rencores, ya más viejos, casi se habían diluido.

        El segundo folio contenía una poesía.

        A LA QUE FUE MI MUJER

        Mal hablan los silencios,

        poco acercan las distancias,

        los rencores forman montañas de odios;

        se olvidan el amor y las promesas

        y las luchas compartidas.

        Se olvidan hasta las alegrías mutuas

        a la sombra de una vida.

        Se olvidan los planes, el futuro en plural,

        la esperanza…       

        Así que un día dejé de ser tu Dios.

        Podías respirar sin mi mirada.

        Huías de mi presencia.

        Volabas con tus alas.

        Yo no sabía quién eras tú,

        porque no eras la que yo amaba.

        Tú deseabas a otro yo,

        me querías sin amor,

        de una forma muy rara.

        Yo no luchaba por ti.

        Tú me valorabas en menos de mi tasa.

        Desconocías la inestabilidad,

        y muchos problemas…

y cuánto te amaba.

        Nos aliamos con la rutina

        para luchar contra nosotros.

        Tres contra dos: nos ganaban.

Yo te quería y tú me querías

        pero nos queríamos mal.”

        Consiguió ser más juez o crítico que autor de esa realidad.

        Reconoció sin vergüenza su incapacidad poética.

        El tiempo (no el tiempo, sino la distancia) quitó los oropeles y ajó la aureola hasta dejarlo en lo que era: palabrería barata terminada en una frase descubierta millones de veces, que filosofaba, aficionada, sobre algo cotidiano. Una conversación de bar elevada entonces por su ego a la categoría de obra maestra.

        Pero, ¡qué curioso!, le pareció bien reconocerlo, no renegó de la paternidad y pensó que también los incultos tienen derecho a sentirse poetas.

Se envalentonó con su serenidad aparente y sacó al azar, de entre el montón, otra.

        Su título, muy breve: NO.

        Llegaría a entender que ya no me quieras.

        Sería capaz de comprenderte,

        incluso de darte la razón.

        Podría hasta animarte en tu decisión

        y descubrirte los puntos positivos.

        Ayudarte y hacértelo más fácil.

        Ser tu amigo.

        Pero no.

        Te he descubierto tal como eres.

        Tan ciego estuve,

        tanto te amé,

        tanto confié en ti,

        tanto te he idealizado,

        tanto, tanto, tanto…

        que debo odiarte por haberme engañado.

         Te odio.

         Pero escribo este “te odio” con tanta fuerza

        como otras veces usé para decir “te amo”.

        Al terminar de leerla, se puso a juzgarla y le pareció que dos terminaciones en “ado” restaban frescura a la poesía.

        Y entonces la cordura le hizo ver a su pensamiento una situación que le dejó clavado al silencio. Con la boca abierta  (visto de lejos parecía un tonto) esperó que en su mente se terminara de montar el rompecabezas: se daba cuenta de que su poesía simplemente le parecía ajena y literaria.

        No sentía que él fue el personaje sufridor; que hubo un momento amplio, ya en la distancia, en que él odiaba y vertía sus sentimientos por los papeles y en los amigos que le prestaban su escuchar.

        Hubo un tiempo, al principio, que tenía que relatar con frecuencia la historia de lo que le pasó. Según quién fuera el interlocutor añadía matices, descontaba datos, se hundía más o menos, aceptaba el consuelo que le decían o creía en los ánimos que le deseaban.

        Después, muy poco después, cuando pasó la novedad y le convirtieron en otro separado más, cuando le cambiaron su estado civil por el nombre (entonces decían tengo un amigo separado donde antes decían tengo un amigo que se llama…) cuando se quedó a solas con su situación, naufragó hasta lo máximo.

        Entonces escribió todos sus sentimientos, que parecían panfletos revolucionarios incitándose a la rebelión contra todo.

        Ahora, transcurrido el recuerdo, se terminaba de montar la amalgama y encajaban las piezas: si se daba cuenta de que su poesía le parecía ajena y literaria, si ya no le hacía sufrir, eso significaba que ya tenía superada la aflicción.

        Dejó que los pensamientos siguieran pariéndose, creciendo, ordenándose, y se permitió sentirlos: primero le vino a la mente, como en un sueño de ojos abiertos, una oleada de amor.

        Quiso averiguar por qué, pero antes de llegar la pregunta al departamento correspondiente, éste, fuera cual fuera, ya estaba ocupado por otra sensación: la de estar equivocado. Y, otra vez, antes de saber si la equivocación estaba en pensar o en no intentarlo, se convirtió en una pregunta vieja sustituida por otra: ¿Quién tuvo la culpa? Y, otra vez, otra interrogación acelerada: ¿De qué?,  Y otra: ¿Por qué?  Más: ¿Para qué?, ¿Capricho o venganza del destino?, ¿Es bueno o es malo?, ¿Qué es bueno?, ¿Qué es malo?, ¿Por qué a veces, a la larga, lo malo se transmuta en bueno?, ¿Por qué una vida, una, entera, la dividimos en pasado y futuro?, ¿Por qué le venían preguntas que ni eran suyas ni le importaban?

        Entre adormilado y sabio, pero no gobernando ninguna de las dos cosas, le llegó otro recordatorio: tres líneas que un día escribió su pluma.

        “¿Por qué te fuiste?

        No encuentro la mentira que te justifique,

        Juro que te amé”.

        Sin poder actualizar el sentido, quedó quieto.

        El sueño renació en él.

        La mañana siguiente le sirvió una resaca intelectual en la cama, para despertarle a continuación. No conseguía ubicarse.  Perdido entre los sueños ya perdidos y la consciencia que no llegaba, en tierra de nadie, esperaba que por alguna parte se colara una porción de cordura que tuviera a bien hacerle saber qué estaba pasando.

        Se le removían los cimientos como si fuera necesario. Como si un destino loco en vez de dejarle olvidar su historia se la trajera a este momento y le enfrentara a lo que él no quería tocar.

        Como si se hubiesen puesto de acuerdo todos los instantes sufridos y le recordaran su existencia en los archivos de la memoria. Como si alguien quisiera volver a poner a prueba la fórmula de la resistencia humana en él. Como si todo quisiera presentarse junto: en primer plano sus desazones, más al fondo las pequeñas satisfacciones, a lo lejos una mínima representación de la felicidad, que aparecía muy menguada, pero todo ahí, para que lo viera, gritándole con su presencia “todo esto eres tú…”

        La carpeta “CARTAS A MI EX” volvió a sus manos. La derecha entró en ella y sacó una hoja, que leyó.

       Era necesario que averiguáramos qué es lo que quedaba de ese amor que quizás nunca había existido.

       Nos sentamos frente a nuestro matrimonio sin miedo.

       Le dimos un repaso empezando por lo que veíamos y veían de él. 

       Desde fuera somos la típica pareja bien, de clase media camino de alta, simpáticos e inteligentes.

       Después quitamos la piel y salieron, con la ansiedad de quien lleva preso cien años, los pequeños y desconocidos rencores,  tus traumas y represiones (?) lo que tú consideras tus fracasos; creciste en ese instante lo que no te habían permitido los años que pasaste junto a mí.

       Yo puedo echarte en cara que me has negado mucho amor, me has privado de abrazos e ilusiones; te has quedado con miles de besos que me pertenecían; has conseguido hacerme sufrir; por ti he dado vueltas y vueltas en la cama y he descargado en poco tiempo más lágrimas de las que tenía almacenadas para toda la vida.

        Y sé que no he terminado;

        sé que dentro de un rato,

        que mañana seguramente,

        que esta semana sin falta,

        tendré que pensar otra vez en ti,

        en mí,

        y sacaré de no sé dónde unas gotas breves,

        fabricadas con un poco de tu frialdad y tu ausencia,

        con mi deseo de ser querido,

        yo,

        experto sufridor,

        fracasado sin futuro,

        maestro en llorosos lamentos.

        Esto es lo que estaba escrito. 

Cogió pluma y papel y continuó la carta.

         “Tú no fuiste más afortunada en el reparto. Si acaso, ya habías sufrido por adelantado y eso que te ahorrabas. Jugabas con la ventaja de haber elegido. Yo, en cambio, no aceptaba tu abandono.

        No es lo mismo el llanto elegido que el llanto forzoso.

        Son mejores las lágrimas buscadas que las lágrimas obligadas.

        Es mejor preparar el terreno que morir por la espalda.

        No me quedó más remedio que decir sí cuando deseaba no, y decir no cuando soñaba sí.  Mi conciencia, no sé si maldita, me impidió romperme, decirte a gritos lo que sentía, devolverte el castigo.

        Dios: tú me has oído decir muchas veces que tenía que haber expresado el grito que me explotó dentro, haber abierto la boca para que salieran los demonios en vez de quedarse a engordar. Tenía que haber sacado mi humanidad y mi animalidad, la parte más oscura de mí, lo que, al fin, también soy.

        Mi conciencia, (¿maldita?) destiló mi dolor en paciencia y resignación. Atrofió las guerras que me nacían. Puso punto y espera a cada idea desbocada que quería ser existencia.

        Aún dudo, conciencia,  (¿maldita?) porque no sé si el trabajo realizado te lo debo o me lo debes.

        Todo esto que te cuento, Sonia, ya pasó. Bueno, quizás lo que ha pasado es el tiempo y esto sigue estando aquí, aletargado, al acecho de lo que suceda.

        Sonia: no consigo, ni quiero, evitar la lucha entre lo que te amo y lo que no. Ya ves mi conflicto. Ya ves que se han serenado las aristas. Notarás ausente el rencor que antes fue mi dueño y mi meta.

        Ahora un amor general que me brota dentro me permite que te comprenda. Pero es tal mi pelea que mi mente ama y mi corazón piensa. No puedo hacer lo que pienso sin contienda; si me obligo a creer en lo que pienso, sólo me dura hasta el siguiente segundo.

Amén”.

         Dejó la carta sin firma y sin fecha, sin destino, libre de un sobre, quieta. Se levantó para desordenar las ideas. Bebió una cerveza. Comió algo, sin fijarse en qué. Bastante tenía con estar pendiente de no chocarse contra sí mismo o contra los muros que levantó, que diligentes pero ineficaces intentaron aislarle del mundo y sólo consiguieron que el mundo quedara aislado de él.  ¡Qué irónico!, ¡Querer huir de ti y acabar quedándote a solas contigo!

        Los días siguientes también le dividieron, otra vez, en dos partes: la automática, que salía a la calle y comía, que andaba llevándole por entre la gente, y la íntima, que le quería reconciliar con el pasado.

        Al llegar a casa colgaba la chaqueta y el tiempo, y la puerta cerrada le aislaba de todo lo que no fuera él.

        Un tiempo que una vez fue presente, lo que llamamos pasado, tuvo que ser recreado de nuevo por el recuerdo. No existía. Descubrió que cada presente, cuando se consume, deja de ser: no se encuentra en parte alguna. Hay que recurrir a la memoria, a fotos y a papeles escritos, como los que llenaban la carpeta marrón, para hacerlo visible.

        Fue consciente de su error: lo que pasó debía servirle de experiencia pero no le condenaba a nada. Podía romper o crear, con el único poder de su deseo, las propuestas de distintos presentes que se le ofrecían. Podía crear, con el único poder de su deseo, la mejor posibilidad que se le ocurriera.

        Las distintas emociones que le habían habitado en los días anteriores de recordatorios, las lágrimas de variados sabores que había tenido que compartir consigo mismo, los muchos momentos en los que se había metido sin saber cómo iba a ser el final, los punzantes dolores en el corazón de los amores, el complejo frente a los demás que sí tenían una amada, los reproches indigestos, todo, todos, se habían reunido en concilio para dirimir y producir un veredicto.

        Una condena no hacía sino agravar, ¿y no había pagado ya?

        Una absolución, además de justa, era obligatoria.

        Un premio como desagravio, algo necesario.

        Demasiado había sufrido ya si una vez escribió el quejido que sacaba de la carpeta de los lamentos.

        CON MIS MEJORES DESEOS

Clamores de justicia gritan mis cimientos

        ansias de pechos sangrantes y corazones muriendo,

        deseos de venganzas, de castigos, de escarmientos,

        de restaurar mi paz y mi alma

        rotas en minúsculos fragmentos.

        Quiero oír gemidos eternos saliendo de tu garganta;

        quiero gritos rompiendo tímpanos y firmamentos;

        solicito torturas para tu vida y para tu cuerpo;

        ansío tus llantos y tus lamentos;

        aguardo que desazón y pena aniden en tu vida,

        y cuando ya no puedas resistir más sufrimientos

        recuerdes lo que me hiciste,

        y sepas que tú

        deberías estar padeciendo en todos los momentos.

        Dios le dejó en el oído el perdón para su alma atormentada.

        Dios le abrazó con un escalofrío.

        Dios le empujó las lágrimas de la felicidad hasta el sitio de las otras.

        Firmó en el cielo con un arco iris y rubricó con un beso.

        El resto del tiempo le recibía con los brazos abiertos, como a un hermano, como a un amante, como a un amado.

        El resto del tiempo le pertenecía y eso le pareció nuevo.

        Podía mirarse en los espejos, quedar para salir con amigas, leer poesías de amor, oír músicas de renacimientos.

        No quiso seguir sacando más folios.

        Cerró, despacio, muy despacio, la carpeta marrón de las cartas.

        La introdujo en un sobre y lo echó en el buzón de la basura más cercano.

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