Katy

Cuando acerqué las pinzas a mis cejas, no me temblaba sólo la mano: me temblaban los cimientos.

        La fuerza de la tradición quería impedir que se consumara el acto. Miles de años de falta de costumbre se unían para disuadirme.

        Me recordaban (gracias, pero no tenían que molestarse) que yo era un hombre.

        Por lo visto no me oyeron todas las veces que repetí en voz alta y con pensamientos a todo pulmón que SOY MUJER, SOY MUJER, SOY MUJER, SOY MUJER…

        No sé qué parte de mi cuerpo no aceptaba la realidad. No sé quién iba con quejas al cerebro y le susurraba, le insinuaba, le deslizaba al oído pensamientos nacidos fuera para que los aceptara como suyos.

        Era mi cerebro quien quería impedirme, a veces, que yo fuera yo. Era el mismo cerebro comprensivo, madre y compañero, que en otras ocasiones se sentaba frente a mí y me escuchaba, me daba ánimos y ayuda convirtiendo mis palabras en femenino: antes nervioso, ahora nerviosa; antes contento, ahora contenta. Era el mismo, consciente del lío en que le había metido pero convencido de su condición de mujer a pesar de la envoltura masculina.

        La pinza, decidida, atrapó un pelo y sin vacilación, con su presa entre las garras, sin intención de soltarla, siguió a la mano en el tirón fuerte, casi rabioso. Repitió el trabajo con los errores y aciertos que yo le indicaba. No estuve nerviosa en ningún momento. Una profesionalidad desconocida, una ciencia innata, seleccionaba los que debían desaparecer. El arco iba tomando forma, iba siendo el sueño, la imaginación y el deseo realizados.

        Mi cara era otra cara.

        Extendí el maquillaje prestando atención a la uniformidad del color. El perfilador realzó, en negro, mis ojos, que a partir de ese momento eran ojos de mujer.

        Usaba la esponjita, el difuminador, los pinceles, como si no hubiera hecho otra cosa en mi vida más que eso. No sé cuánto tiempo después el espejo me devolvió, ya tangible, una imagen mil veces deseada. Hacía las pruebas que se me ocurrían para confirmar que era yo quien se asomaba  a él. Como desde fuera no me podía ver y ante el disparatado temor de que me engañara, probé a verme en otro y en otro y en otro.

        En todos me acariciaba con la mano la nariz, un pómulo. Quería ver mi cara y mi mano, inconfundible, juntos en el espejo.

        Radiante, pensé que la mejor forma de comprobarlo sería vestirme de mujer y salir a la calle.

        Y así lo hice.

        Los piropos groseros, las cabezas que se volvían, las proposiciones obscenas, las miradas de envidia de otras mujeres, me confirmaban mi perfecta fisonomía femenina.

        Y es que la pintura, el maquillaje, la ropa, el relleno y la tenue obscuridad, todo ello mezclado con los ojos imaginativos y ansiosos de los hombres, engañaban, incluso sin su permiso, a cualquiera.

        Esa fue mi primera noche triunfal en mi nueva condición. Si bien por fuera era una auténtica mujer (no voy a caer en el chiste fácil de la cosita que me sobra), por dentro todavía perdía algún combate.

        Aún no se aceptaban todos los concordatos firmados a la sombra serena de la meditación. Todavía quedaban ideas que chocaban con las murallas que levantan los siglos de tradición, y no lograba atravesarlas.

        Con un poco de buena voluntad de mí hacia mí, con infinita paciencia, haciendo un derroche de amor hacia esa persona que se estaba desarrollando en mi interior, conseguía que se aceptaran cosas por las que mi conciencia me llamaba pervertido y me amenazaba con abandonarme.

        Cuando sólo es un deseo el que tiene que luchar contra el cuerpo, la gente y hasta la familia; cuando sólo tienes junto a ti tus propias dudas y una pequeña idea de lo que crees que eres, pero sin un certificado lleno de sellos, firmas, garantías y parabienes; cuando crees que eres tú la equivocada y no la naturaleza al ponerte cuerpo de hombre, entonces todo es muy difícil.

        Me seguiré preparando para consumir un futuro lleno de explicaciones y desenredos, ensayaré cómo cruzar las piernas al sentarme, el gesto al verme horrible todas las mañanas, y me obligaré a ensayar cómo pedir entrada de señorita en el baile, y usar, sin equivocarme, el lavabo de señoras.

        Desde aquel primer día que me di cuenta hasta hoy han pasado muchas cosas, incluida la muerte del anterior inquilino de este cuerpo al que llegó a vivir esta chica tan maravillosa que os quiere…

                               Katy

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