Aquella mujer me ofreció su corazón
como podía haberme ofrecido un vaso de agua:
con el mismo desprendimiento.
Un corazón como el suyo,
que vale como un diamante de su mismo peso,
del que nunca se había separado,
era el más grande premio.
Lo acepté porque lo necesitaba.
Acostumbrado a vivir sin cariño,
malviviendo de migajas de amor
y caricias de compromiso,
esa infinitud que me ofrecía,
tan llena y de tan buena gana,
saciaba mi necesidad insaciable.
En buena hora lo hice.
Mi vida es otra desde entonces.
Su corazón inculcó al mío sus principios,
le demostró hasta dónde puede expandirse,
le explicó cómo rellenarse continuamente,
y le enseñó a amar sin miedo.
Gracias, querida esposa.
Francisco de Sales