¿Y QUÉ HACEMOS PARA SALVARNOS?

¿Y qué hacemos para salvarnos?

Inventar mentiras.

Repintar de rosa algunas partes de pasado

y otras dejarlas en su luto indigesto

o agrandarlas para que el dolor no se extinga

-cuánto erramos a veces-,

o dejarnos rodar por una ladera

en nuestra imaginación infantil,

porque entonces todos los presentes

estaban vacíos de problemas indigestos,

el futuro se veía bien

y no había un pasado en el que almacenar

reproches, odios, retahílas de arrepentimientos,

un suspenso doloroso a nuestros actos,

un crítico dictador torturador verdugo

alojado en las tripas,

sino que estaba presente la sonrisa inafectada

del rodar por la ladera feliz,

ocupado en estar desocupado.

Después los días nos atacaban

y aprendimos a borrar las pistas,

a negar hechos históricos,

a camuflar sentimientos entre las sonrisas falsas

para no morir aterrados

con hipidos y congojas;

ya estamos hartos de esa cara adusta,

casi desagradable,

que nos sigue por todos los espejos,

que no puede disfrazarse ni aunque se quiera,

que se les desbordan las tristezas por los ojos;

la seriedad no se puede derrocar,

los gestos agradables están prohibidos,

uno se muere de pena al verse,

pero eso no es motivo suficiente

para no agarrarse del brazo uno mismo y pasear;

escucharse, como amable confidente,

decirse un “me quiero” aunque sea leve,

aunque uno no esté del todo convencido,

porque, mientras, la tristeza gana terreno,

poco a poco se va solidificando en los labios

y lo que es peor, en el corazón.

Algo habrá que hacer

para no malvivir.

Reacondicionar el corazón,

cerrar y repintar las heridas,

ensayar una sonrisa

frente al mismo espejo que antes nos rehuía,

soltar tensiones y soltar carcajadas,

abandonar el infierno y volver,

rotundo y confiado,

a este lado de la vida

donde se enterró el hacha de guerra,

se instauró el perdón como lema,

y se aman las imperfecciones.

Este es el lado bueno,

el que siempre nos espera.

Aquí hay que estar.