De vez en cuando
-todos los días-
debería coger mis ojos
-cuando miren hacia otro sitio-
sacarles brillo
-rescatando el mismo brillo que alguna vez tuvieron-
dejarlos sueltos para que corran y vean
-sin marcarles por dónde no y por dónde sí-
y esperar que regresen y cuenten lo que vieron.
De vez en cuando
-todos los días-
debería coger mi amor
-si es que recuerdo dónde lo tengo-
dividirlo en totalidades inmensas
-comprendiendo el sentido de interminable y de infinito-
darlo entero a cada uno del prójimo
-como nunca supe hacerlo-
y sentarme feliz a verlo recrecer.
De vez en cuando
-todos los días-
debería coger mi humildad
-que no se presenta desde hace tiempo-
cambiar su ausencia por su uso
-aunque ahora no recuerde las instrucciones-
dejar un amplio espacio de límites muertos
-donde no tenga utilidad la palabra fin-
y ser lo más humilde que pueda llegar a ser.
De vez en cuando
-todos los días-
debería coger mi valentía
-animarla, restituirla, hacerla Reina-
llenarla de sí misma
-sin mezquindades ni miserias-
hablarle de sus antepasados
-de esos tiempos pasados que siempre fueron mejores-
y entrar seguro y protegido a mis guerras cotidianas.
De vez en cuando
-todos los días-
debería coger mis abrazos
-previamente necesitarán ensayar ambos brazos-
desentumecerlos, ejercitarlos, usarlos
-permitir que se expresen sin censuras ni miedos-
ponerlos a tu alrededor y apretar fuertemente
-como lo hacía hace años-
hasta que no te quede más elección que fundirte en mí.
De vez en cuando
-todos los días-
debería coger uno de mis mejores deseos
-nota: buscar en el olvido o en el ataúd de los sueños muertos-
verlo fuera del pensamiento
-sacarlo de su celda de castigo-
recordar que soy Dios
-nota: buscar en el olvido o en el ataúd de los sueños muertos-
y creerlo y crearlo.