Cuando dejo la mente en blanco y no pienso
-ni tampoco soy pensado, ni me agobian los pensamientos –
una desbandada de nubarrones agoreros
toman posesión de mi vacío,
de mi muleta de andar cojeando,
de las mentiras con las que me engaño,
y entonces me quedo huérfano de excusas
a merced de elucubraciones
que me inquietan, sin amor,
y ya no sé andar sino tropezando
por la parte más tenebrosa de mis infiernos.
Así que abandono como puedo este tenaz silencio
y me encaramo a las fauces de la rutina,
me anestesio con noticias o preocupaciones,
inquietudes, porvenir, lo futuro y negro;
vuelvo a distraerme como sea,
aplazo las decisiones inaplazables
y me vendo al olvido que sea mejor postor.
Ya sé que debería tomar el mando
y ser constructor prolífico de mejores sueños,
pero no lo hago, ni lo haré;
estoy condenado a tormentos, o eso creo,
y no quiero enfrentarme
a las lágrimas- los reproches-las dudas-los miedos.
Si fuese muy valiente
-o más valiente por lo menos-,
si fuese muy sensato
-o un poco por lo menos-;
si estuviese muy vivo
-o fuese un vivo menos muerto-,
tal vez diera los pasos correctos,
tal vez enfilara irreductiblemente el Camino,
tal vez conectara con mi Cielo.