Soliloquio compartido

Floreciste muchas veces, almendro, después de que ella me dejara.  Cada primavera soñaba que el próximo estallido de flores en tus ramas lo veríamos ella y yo cogidos de la mano, entre miradas al fondo de los ojos, otra vez juntos y tan enamorados como antes.

        Cada vez me costaba más trabajo llegar a ti y encontrar una mentira que contarte.  Y al final, nuestra relación de vernos una vez al año, el rito de acercarme a darte la enhorabuena por el parto de las diminutas manchas blancas, de contarte que la próxima vez ya iríamos los dos, se transformó de una burla por tu parte, de una risa callada, en un contarnos las penas, en reconocer tú que también estabas solo y nadie te consolaba.

        Llegó a ser tan profunda nuestra relación que acabé yendo cada vez más a menudo para llorar mis lágrimas.

        Yo, quieto frente a ti, encogido, hundida la cabeza y los hombros en el cuerpo.

        Tú, alargando tus hojas para recoger mis lágrimas y convertirlas en rocío, extendiendo tus ramas para mecerme transmitiendo el olvidado balanceo maternal, cantándome nanas de árboles de las que cantas a tus ramas más pequeñas cuando las tormentas aparecen, cuando en las noches estallan los relámpagos, cuando las despierta un ave que grita o un aullido.

        Y si al principio te pedía que no convirtieras en frutos tus flores, que aplazaras el momento para darme unos días más de plazo e intentar que ése, precisamente, fuera el año del que tanto te hablaba, después acabé por pedirte que no tuvieras flores, que fueras estéril, un invierno permanente.

        Por eso, tú sufrías si te habían brotado flores en el traje verde cuando yo iba a verte.

        Por mí habrías renunciado al acto solemne de engalanarte.

        Por mí habrías sido un tronco retorcido y seco, con ramas mal hechas, vergüenza de la estación primera.

        Pero la vida se te metía por las raíces, te subía por el cuerpo buscando las ramas por donde escapar; rompía el caparazón que le separaba del aire, empezaba a crecer como generaciones de vida habían hecho antes para, finalmente, quedar atrapada por el breve tallo hasta el otoño, cuando emprendía el viaje, liberada, hasta el suelo que la recogía.

        Un día mis pies notaban en el aire que había llegado el día.  Me sacaban a la calle, me llevaban a tu lado siguiendo el camino ritual, con andar acompasado y preciso, pisando las misma huellas que dejaron el año anterior.

        No nos mirábamos a los ojos; ambos veíamos el suelo y compartíamos idéntico pensamiento: “ya estás aquí”.  Después de un rato del mismo silencio nos sonreíamos y nos dábamos un abrazo.  Yo te decía  “cuánto has crecido”, y tú te callabas  “estás más estropeado”.

        Sentado a tu lado, apoyando mi cabeza en tu tronco, esperaba hasta oír tu latido, que me relajaba.  Era entonces cuando a pleno pulmón, o con voz queda y calma, según la alegría o la pena me dictaran, comenzaba la confesión que tanto necesitaba.

        Te hablaba de ella, que otra cosa no me importaba; de cómo fuimos felices; de cuando me amaba.

        Se repetía cada vez el proceso: pensar en el pasado, congoja; recordarla, vista nublada; añorarla, humedad en los ojos; desearla, tempestad de lágrimas desatada.  Y cuando ya solamente podía llorar gritos, cuando nada acudía al salto mortal desde el lacrimal hasta la nada, me quedaba con la mueca triste y el vacío en el alma.

        Entonces tú me mecías, me dormía en tus ramas y despertaba en mi cama.

        De no haber sido por la paz que emanabas no se habría consumado nuestra cómplice relación.  Supe desde el principio que podía confiar en ti, que no irías por ahí contando mis secretos, aunque tenía un pequeño recelo.  Recuerda que en mis primeras visitas de monólogos desconsolados, cuando empezaba a contarte cosas, como no sabía qué hacer con mi llanto de hombre, escogía días lluviosos para esconder entre la lluvia mis lágrimas, para que no pudieras notar cuando se asomaba cada una de las que tenía atesoradas, creadas y criadas con sufrimientos, dolores del corazón, quejas, espinas, a vueltas y vueltas en la cama.

        Cuando esas lágrimas consumían su vida saliendo al mundo a contar sin palabras, cuando se estrellaban contra el suelo y se dispersaban en mil diminutas proclamas, cada una llevaba en sí misma, en minúsculos apuntes, la expresión desconsolada del dolor de mi corazón por la historia de amor que ella deshizo.

        Después ya no me avergonzó verme reflejado en el espejo de las arrugas de tu piel.  Me acepté un poco débil y medio loco contando a un árbol mis intimidades.

        Sólo yo he comprendido que si no te mueves es por que no quieres; que no eres una máquina de fabricar, sino que obsequias con el fruto elaborado con un año de tu esfuerzo; que no eres futura leña, sino hermoso presente; que sufres, sueñas, quieres…

        Y no es que fuera amor lo nuestro.  No había pasión ni me desperté nunca soñando contigo.  Simplemente eres el amigo que escucha y, sabiamente, en vez de dar consejo, calla.

        Tú y yo compusimos una obra de cariño desinteresado.  Creamos una muralla pétrea a su alrededor para preservarla de celos y de ataques.  La envolvimos en confianza ciega y fidelidad para que los ácidos de la envidia no pudieran afectarla.

        Y juramos por la Vida que ni el fuego ni el tiempo podrían acabar con nuestra amistad.

         Almendro: te ruego que cuando muera me reclames y me entierres a tus pies.  Absorbe con tus raíces cuanto de bueno pueda tener.  Y si ese año tus flores nacen negras, cuéntales que estás de luto por mí.

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