(Ningún título se ha prestado a encabezar esta protesta).
Cuando me nacieron
(no filosofaré acerca de si me pidieron consentimiento)
no recibí un cursillo lento ni acelerado,
ni un manual de instrucciones,
ni directrices reglamentadas,
ni unas nociones aproximadas.
Nadie me explicó qué es la vida,
ni cuál el motivo,
ni cómo el modo,
ni cuánto el tiempo.
Así que hube de inventar el mundo,
encontrar razones,
descubrir caminos y atajos,
manejar sentimientos y descosidos en el alma,
reparar mi corazón a menudo,
domarlo y acallarlo,
y reprimirle o recalentarlo,
según mi intuición me dictara.
Hube de crecer,
y retroceder para traerme al presente,
pararme de miedo,
llorar de desamparo,
arrancar tímidamente de nuevo,
o acallar gritos asustados.
Todo ello… ¿para qué?,
¿Para traerme a esta gran desconocida?
¿Para hacerme creer que estoy vivo?
¿Para pensar que “yo” existe?
La vida: eterno misterio.
Extraño estado que a duras penas
resiste las grandes preguntas,
y los incisivos interrogatorios de cualquier desencanto.
Vivir, sí, pero…
¿Aunque el precio sea no tener respuestas?
Sentado en la cama, de madrugada,
acorralado por la inquisición de mis dudas,
enfrentado a ellas como un héroe,
en realidad desconchado y sin remedio,
ansío llegar al final de este cuestionamiento,
y volver a mezclarme con el olvido,
y con la cómoda indiferencia
y el pasar mortecino
de una vida como ajena.
Francisco de Sales