Ferruncho

Ni crece ni engorda.

Sus doce años parecen siete.

Un cerebro rápido, una intuición despierta,

una determinación invencible para salir adelante,

la vida moviéndole continuamente,

el esqueleto, el pellejo, y poco más…

Sus padres fallecieron muy pronto.

Su abuela no le hizo caso.

La calle le llamaba a gritos y se fue a vivir con ella.

Así que cada mañana, cuando se despierta,

lo primero se toca los huesos, y, si están todos,

abre los ojos,

sonríe seriamente,

se levanta de un salto y comienza su encuentro con la vida.

La vida le tiene cariño y se siente responsable de él;

le trata bastante bien, mejor que a muchos;

le ayuda a conseguir un desayuno, dignidad, y algunas monedas,

amigos, confianza… y cada día le anima a seguir.

Ferruncho es el nombre que cambió por el suyo.

Le gustó porque no tiene apellidos, porque tiene un sonido cariñoso,

y porque Ferruncho es alguien mejor que él,

y más fuerte y más listo.

Y le salva de todas, porque es superviviente y subversivo,

y no tiene miedos ni gritos: es un hombre en pequeño.

Le pide al dios minúsculo que ha construido con quejas y retazos

que le cuide hasta mañana, porque no cree en el futuro lejano.

Ha aprendido que sólo existe el presente: sólo el presente.

El porvenir es exclusivo de ricos, y es mejor no aplazar las cosas:

ni las alegrías ni los enojos.

La calle es su madre y su maestra.

Le habla continuamente, le grita, le susurra,

le enseña sus muchas caras, le indica trucos y trampas.

Pero Ferruncho se sabe solo.

Todo a su alrededor es efímero.

Todo dura nada.

Quizás algún día, de esos de sol o de lluvia,

el destino tenga la decencia de abrirle una puerta

a otro mundo distinto, y quizás él la atraviese…

No se sabe cuánto duran la rebeldía o la desgracia.

Quizás algún día, la vida y la calle, su única familia,

le hagan el magnífico regalo de una felicidad casi plena.

Francisco de Sales

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