Tormento.
Eso es lo que sentía.
Se había pasado media tarde buscando esa palabra, para poder definir lo que estaba sintiendo.
Había descartado inquietud, porque le parecía muy imprecisa, y descontento, porque le parecía que no era lo suficientemente valiente para decir lo que de verdad le pasaba.
Eligió tormento, pero en vez de quedarse tranquila con el descubrimiento, se dio cuenta, con vergüenza, que eso no le resolvía nada.
Tenía que buscar una solución real. Dejar de ver su problema como algo ajeno, y sentir de verdad, en las tripas del corazón, que ella era la sufriente, quien padecía la situación; tenía que salirse de la excusa que la mantenía pasiva y admitir, por fin, responsabilizándose plenamente, que su infelicidad era solamente culpa de ella.
Llevaba casi dos años en un estado de apatía, lánguida al principio, que había ido degenerando hacia una desgana grave, y ahora no hacía más que lamentarse de su decrepitud emocional, de su muerte cotidiana, y de cómo los días agonizaban desde el amanecer y se despedían vacíos.
Al principio le sirvió el consuelo astrológico de un tránsito plutoniano que le estaba destruyendo las estructuras que ya no le eran útiles.
Como se alargó el tiempo del ataque más de lo vaticinado, y no sentía ninguna modificación, buscó en lo esotérico una respuesta, en realidad le servía cualquier mentira, y encontró una vidente que le habló de su última reencarnación, en la que había derrochado la energía de dos vidas, según le dijo, y ahora tenía que descansar para que su espíritu se acompasara a su ritmo evolutivo y por no se qué del aura, cosa que no entendió.
Este otro consuelo también tuvo una duración limitada, porque en una de sus diatribas contra sí misma reconoció que era una mentira muy bien maquillada, y entonces quiso algo más real.
Visitó a un psicólogo durante cuatro sesiones, porque en cuanto se dio cuenta de que le hurgaba donde ella no quería, salió corriendo al refugio de su casa, donde trataba de esconderse de sí misma, hipnotizándose con la televisión, viviendo los dramas ajenos de los culebrones, y creyéndose que el mundo podía prescindir de ella y que todavía tenía el infinito de su vida por delante.
A veces, se consolaba diciendo que en cuanto quisiera, sin ningún esfuerzo distinto del de proponérselo, saldría de su bache perpetuo y se reencontraría con aquella mujer que poco antes había sido capaz de comerse el mundo, de embarcarse en planes titánicos, saliendo siempre victoriosa, y de tener una sonrisa perenne y un alma optimista.
La realidad era otra.
Había hecho esfuerzos por salir de esa pseudo-depresión, como reconocía y se atrevía a llamar en los momentos más sinceros; había hecho unos intentos silenciosos, para que no fueran sonoros fracasos si no se realizaban, y no lo había conseguido. Lo había intentado después poniendo su energía concentrada en unos pocos minutos, con una voluntad tambaleante y atea, y tampoco había conseguido rescatarse.
A pesar de ello, y para no terminar de hundirse, había esbozado una sonrisa falsa, había retomado las excusas disfrazándolas de realidad, y se dedicaba a ver llover, a ver cómo caían las hojas del calendario en un otoño cotidiano, a ver correr los niños, a ver cómo los demás vivían su vida, y ver cómo su vida se le escapaba persiguiendo a la nada.
Así había pasado los últimos meses.
Hasta que le sucedió aquella tragedia.
Estuvo buscando en la colección de música clásica de su padre algo con lo que distraerse, tal como él le había sugerido, y había descubierto Ein Deutsches Requiem op.45 de Brahms.
Se había instalado en el sillón, frente a los altavoces, puso el volumen alto, y ojeó la carátula mientras sonaban las primeras notas. Selig sind, die da Leid tragen, leyó.
De entre la música surgieron unas voces vaporosas; parecía que no querían molestar y que pedían permiso para meterse por los resquicios de la sensibilidad.
En ese momento podía haber apagado el equipo de música o haber cambiado a otro tipo de composiciones, pero no lo hizo. Enseguida se sintió pegada al sillón, atrapada por el sillón, y sólo pudo cerrar los párpados y sentirse transportada a una iglesia medieval o a un Cielo.
La música, como si fuera la savia de la vida, le produjo escalofríos cuando entró por las piernas y le llegó al corazón, asolando levemente el abandono, inyectando energía a su cuerpo rendido, a su alma aletargada, a sus ganas de existir, y rescatándola del reino oscuro de la nada.
Le hizo un balance urgente de su vida. Le presentó unas imágenes en blanco y negro de lo que había sido antes de que se presentara y se le instalara la tormenta de los dos últimos años.
Tuvo la delicadeza, y la sabiduría, de ir virando las imágenes hacia unos colores de futuro, más luminosos que el sol, y le prometió que así sería ella si se atrevía a dar el salto al riesgo de vivir, a la emoción de emocionarse, al placer de sentir los placeres de esta existencia.
Siguió en esa actitud de recibir lo que la música le presentaba, y no quiso que se le abrieran los párpados ni que el disco terminase de girar.
Volvió a ser transportada a reinos infantiles, a juegos amorosos, a abrazos maternos, a su pupitre y su colegio, a la primera función de circo que disfrutó con sus padres, y en todas partes sentía emociones que compensaban una vida e invitaban a ser revividas.
Unas lágrimas testificaron el compromiso que se estaba consolidando; una energía olvidada, su energía, se expandió por el cuerpo y el espíritu, la recuperó definitivamente, y la instaló en el mundo.
– Hablemos de vivir –dijo en voz alta para que el mundo se enterara, y abrió los párpados.
Se acercó a la ventana. Miró hacia el horizonte, que ahora le parecía más amable, y sintió el deseo irrefrenable de salir a la calle. Se puso un chándal, unas zapatillas deportivas, y le comunicó a su madre que iba a salir.
– ¿Te pasa algo, Marta?
– Que estoy bien, mamá.
La dejó plantada, después tendría tiempo de explicárselo, y salió a disfrutar de la retomada sensación, a implicarse con el ambiente, a sentirse parte de esa humanidad que corría por sus lados sin prestarle atención, pero fue una agradable sensación: aunque la gente no reparara en ella, y no la notaran, ella se sentía parte de ese mundo que había seguido viviendo aún en su ausencia, y de alguna manera les agradecía que hubieran seguido, que no la hubieran secundado en su boicot al mundo, y que hubieran sido tan valientes por seguir.
– Gracias –dijo gritando.
Los que estaban más cerca se fijaron en ella y le dedicaron miradas de lástima o sonrisas. Notó que se había exaltado más de lo necesario en ese panfleto de una sola palabra que había exhortado, y se recomendó un poco más de cordura.
Pensó que tenía que empezar a pensar.
Desde ese nuevo estado de ánimo tenía que realizar proyectos, componer el futuro, y fundar una nueva filosofía cotidiana.
Durante el tiempo del paseo fue reuniendo retazos de deseos olvidados, proyectos llenos de telarañas, ideas nuevas que pujaban con fuerza y, sobre todo, fue reuniendo la voluntad que iba a necesitar para realizarlo todo.
En cuanto llegó a su casa se encerró en su habitación y se puso a hablar en voz alta, como a ella le gustaba hacer desde que descubrió que tienen más fuerza los pensamientos que se expresan que los que se quedan en la levedad de una idea.
– Me llamo Marta y tengo veintiocho años. Esta es la forma correcta de empezar, ordenadamente… estos dos últimos años han estado llenos de un vacío en el que no he mandado, que me han tenido secuestrada la capacidad de pensar algo coherente, y me han anulado como persona viva. Ahora me doy cuenta de ello con más precisión, y me sorprenden dos cosas: que me haya sucedido y que, de pronto, sienta estas fuerzas que parecen imparables. Quiera Dios que sigan estando conmigo el resto de mi vida.
No sé cómo seguir, si en un orden cronológico en el que revisar cada uno de los días, o comenzar de modo que sean las cosas más importantes las que tengan prioridad.
Creo que… sí… las sensaciones y los sentimientos son lo más importante de este tiempo.
Es increíble cómo pueden cambiar las cosas, cómo de un día para otro he ido notando la fuga de mi personalidad, cómo un día tenía pocas fuerzas y el siguiente aún menos, y cómo la fe se alió con las ratas y fueron las primeras en abandonar el barco de mi naufragio.
No me quedó más opción que malvivir, llamarlo de otro modo no sería acertado, y sufrirme dolorosamente; sufrir la impotencia de querer levantar un brazo para hacer algo por mí y no poder hacer ni siquiera eso, y al mismo tiempo, verme destrozada, inútil, viva solamente por fuera mientras por dentro todo estaba inmovilizado, con unos servicios mínimos que sólo se preocupaban de las necesidades fisiológicas imprescindibles.
Era curiosa la sensación: el sol aparentaba tener menos brillo, las noches se eternizaban, los días de lluvia carecían del romanticismo que en otro momento llevaban implícito, las sonrisas de los demás eran casi un insulto, una afrenta, y las músicas, más planas y casi muertas.
A veces, un ruego silencioso solicitaba que me sacaran de donde estaba perdida, pues no veía la posibilidad de ser yo misma quien lo hiciera.
Mi madre me ha cuidado con una paciencia de madre, claro, y ha tenido siempre su mejor voluntad a punto para animarme constantemente, me ha organizado viajes a los que yo enviaba mi cuerpo mientras mi mente se quedaba divagando por el mundo de la nada vacía, y llamaba a mis amigos, para que vinieran a verme, pero ni siquiera su presencia, ni las informaciones relativas al mundo la que yo antes pertenecía conseguían despegarme del fondo de mí misma donde me encontraba.
Me quedó despierta la capacidad de sentir, y unas veces le agradecí su deferencia, gracias por quedarte, y otras veces la insulté, porque lo que menos necesitaba era que algo ajeno a mí, incontrolable, me removiera las entrañas y me hiciera sufrir escalofríos, terremotos, llorar como una boba, despreciarme, maldecir al desconocido que me robaba la voluntad, quedarme aletargada, con los ojos opacos abiertos, y el alma inconsolable, y el corazón helado.
Los sentimientos fueron caóticos, desordenados, ajenos.
Los días inútiles se reparían continuamente; si uno era malo, el siguiente empeoraba esa maldad; si uno tenía la crueldad de despojarme de la posibilidad de una sonrisa, el siguiente incluso me negaba que yo alguna vez hubiera estado capacitada para sonreír.
No era capaz de encontrar una luz entre tanta tiniebla, y eso me sorprendía, porque cuando antes de soportarlo en mí misma me contaba alguna amiga que estaba sintiendo algo parecido, yo le decía que era imposible no vencer a tan invisible enemigo, y que una tiene el poder de decir hasta aquí hemos llegado y no consiento que ni uno sólo de los días me tenga postrada en esta pereza, pero cuando lo sentí en mí, comprobé que era cierto que alguien tomaba el mando, y ese alguien era de piedra y no atendía a ruegos ni a razones.
Rogué a dioses y demonios para que me ayudaran; a unos les ofrecí oraciones y misas, y a los otros les prometí mi alma a cambio de recuperar mi espíritu y mi energía. Ninguno aceptó el trato. Supongo.
Ahora que me encuentro bien pienso si aparecerán reclamándome aquello que dije en aquel momento. Prefiero que no.
Sé cuál fue la razón por la que comenzó mi calvario, aunque al principio no lo quise reconocer, y quizás ahí estuvo mi error. Quizás hubiera evitado todo lo que ha pasado si hubiera aceptado como algo natural que Mario me dejó porque yo me había ido convirtiendo poco a poco en una mujer celosa que no le dejaba que fuera él mismo, y que siguiera manteniendo una parcela de vida privada.
Me engañó el amor.
Me volví posesiva y le quería para mí a todas horas. Mientras, él se sentía agobiado. Al principio, halagado porque mi amor fuera tan posesivo, aunque entonces lo llamaba intenso o exclusivo, porque le parecía muy bonito, pero después se dio cuenta de que iba dejando de ser él mismo poco a poco, porque yo le solicitaba cada vez más cambios.
Intenté crear mi propio Frankestein, con los retazos de las cosas que me gustaban de los hombres, y que quería ver reunidas en uno sólo, y además quería que ese hombre me amara con la pasión romántica que solamente se produce en las novelas baratas, y quería ser la única persona visible a sus ojos, y quería que todo su tiempo fuera para mí: ni ir a trabajar, ni a ver a sus padres, ni al baño.
Yo también me engañé con el cuento de que eso era maravilloso, ya que el resto del mundo dejó de carecer de importancia para mí. Ese fue otro error.
Poco a poco fui cambiando, tan lentamente que ni yo misma me di cuenta, así que cuando alguien me insinuaba la posibilidad de que sí estaba cambiando, estallaban mis primeros arrebatos, y acusaba de envidiosas a mis amigas, a mi madre, y a todo aquel que tuviera la osadía de entrometerse en mi vida, y pretender decirme cómo tenía que ser yo.
Él lo toleró al principio como algo pasajero que el tiempo se encargaría de resolver, y no hacía más que demostrarme cuánto me quería, cuánto le importaba; me decía que yo era la única mujer en su vida, que no le quedaba más corazón ni más amor para otra que no fuera yo, que era la perfección, la meta de su búsqueda… hasta me escribió poesías, con lo que él odiaba hacerlo, para ver si de ese modo, al escuchar la voz romántica de su corazón enamorado, me convencía definitivamente.
Pero no lo consiguió.
Me aferré a mi desesperación, y me ayudé a hundirme aún más.
Ahora lo veo todo de otro modo.
Decido darme una ducha prolongada, vestirme, maquillarme, mantener la sonrisa perenne, y salir a retomar a Mario que, sin duda, me estará esperando y se alegrará.